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GRAN DECEPCIÓN. Lo que escribo aquí un lunes tan contento, y como si descubriera la expansión infinita del mundo político, para el lunes siguiente parece una antigualla que no sirve ni para limpiarse los berretes de la cara. Qué sé yo. Por poner un ejemplo científico, es como explicar en cuatro líneas la teoría del Big Bang que habla de la expansión infinita del universo en una masa también infinita, y que se convierten en simples conceptos cuando entran en juego la energía oscura y los agujeros negros. Demasiados misterios para un cerebro finito y de luminosidades escasas.

Bueno, pues de esta manera tan simplista se explica la corrupción infinita que lidera Sánchez. ¿Exagerado? Ya quisiera el tirano begoñesco –amigo incondicional de la internacional del crimen con Eta, Hizbulá, Hamás, Irán, Maduro y Putin–, de vislumbrar una micra de cosmología política coherente. Einstein lo dejó clarísimo: «Dos cosas son infinitas: el universo y la estupidez humana; y no estoy seguro sobre el universo». Con Sánchez entramos de lleno en la bestialidad cuántica, en la impotencia metafísica, en la física del expolio, en el oscurantismo progresivo que profundiza en un agujero negro para no salir de él, y en la mentalidad desquiciada hasta que las cucurachas se vuelvan luciérnagas.

Por tanto, es cierto: releo lo que escribí el lunes pasado sobre los criminales de Eta y sobre sus simpatías indecentes en el Gobierno de Sánchez, y sólo percibo una inmensa mancha de aceite industrial de colza, que en 1981 mató a más de tres mil personas, y que hoy sólo sirve para disimular las barbaridades tóxicas de una política canallesca. Lo que dije se quedó obsoleto al día siguiente martes cuando a la hora del desayuno nos dijeron los medios escritos, radiofónicos y digitales, que los terroristas con delitos de sangre, incluso los no arrepentidos y asesinos en serie, podían integrarse en las futuras listas electorales. Pura corrupción infinita que se expande en una viscosidad repugnante y también infinita.

Insisto en lo de infinito con toda la propiedad del vocablo: que no tiene ni puede tener fin ni término, según el diccionario de Martín Alonso, que es el que uso para ajustar los conceptos a la filología. Un asesino, un homicidio o un crimen, sólo se explican como una monstruosidad absoluta que sólo cabe en una mente enferma y destructiva, que deja en la conciencia y en la historia humana un reguero de asquerosidad permanente: «todo huele a asesinato, a incesto» a mierda, a infamia infinita, como describe Charles Bukowski en su desvergonzado relato La máquina de follar (1967), y en referencia a cualquier tiranía desorejada, donde joder es un bestial desquite, el máximo placer que quita vidas en cualquier esquina a punta de pistola y venceremos.

Sí, lo remarco hoy lunes también, porque nunca acaba la apología del terrorismo criminal como pesadilla delirante, que ya denunció Charles Chaplin –1947– en su Monsieur Verdoux, una de sus creaciones más despiadadas y acusadoras: «Asesinar a una persona hace de uno un canalla, pero asesinar a millones un héroe. Las cantidades santifican». Efectivamente, el viernes nos enteramos por todos los medios habidos y por haber que, además, los terroristas etarras con delitos de sangre, ya no cumplirían por ley las penas más severas. ¿Las han cumplido alguna vez? Nunca. La corrupción avanza a zancos de avestruz desenfrenada y ciega.

La reciente imputación del Fiscal General del Estado por corrupto confeso, y por estar en el lado criminal de la política a favor de los delincuentes, no ha causado ninguna sensación en la España que dormita. Es lo normal que ocurra, pues tiene el mismo efecto devastador que un agujero negro: si previamente no lo neutralizas para que deje de emitir radiaciones, se lo traga todo en una vorágine trituradora de negrura expansiva.

Don Alvarone –como le llaman en las lonjas narcotizadas de la alianza de civilizaciones–, tiene como horizonte la voracidad del lacayo: ir a la grupa del caballo de Pavía para irrumpir en el Congreso, en los tribunales, y en donde haga falta, con esta consigna de mequetrefe al asalto: «Jamás, jamás me sublevaré ejerciendo el mando». Con esta misma caradura amenaza Alvarone con «material muy sensible» y con «muchísima información» al que se mueva. Oh mafia del agujero negro. Por tanto, ni se subleva ni dimite. Lo suyo es mantener los retretes del tirano en perfecto estado de revisión hasta que en ellos se proyecte la inmaculada concepción: mater admirabilis, ora pro nobis.

El papelón institucional del Fiscal General del Estado es complementario al de su amo Sánchez, que va a Europa con un sobrepeso del yo en el falcon negando las evidencias más casquivanas: que Delcy Rodríguez –la camella del narco estado de Venezuela– desembarcara y se paseara por Barajas como Pedro por su casa con cuarenta maletas cargadas de lingotes de oro y esmeraldas del Alto Orinoco. Ay, comandante Ábalos, ¿qué dirá la tu Jessica de esta cornamenta?

La corrupción infinita no sólo se expande como el universo. Llega a un punto de cachondeo infinito hasta para los melancólicos violines de los Eres. Tanto como aquel príncipe italiano –Alberto I Canfrancesco– que murió de una heroica diarrea en 1329. Un día le soltó a Dante esta pendejada: «¿Cómo un hombre tan cultivado como usted es odiado por toda mi corte, mientras que mi bufón es tan amado?». El autor de La Divina Comedia fue inmisericorde: «Su excelencia no se lo preguntaría si considerase que apreciamos más a aquellos que más se parecen a nosotros». Y es que la corrupción, contada por imbéciles, al final no es más que una colitis, una ridiculez publicitaria.