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PASADAS LAS JARANAS y fiestas de guardar, volvamos a los problemas prácticos. Ya sé que esto para el sanchismo redentor es una entelequia, pero no para ciertas ciudades de Castilla y León. Valladolid, por ejemplo, lleva décadas luchando contra el soterramiento de los ciudadanos frente a la enterradora Renfe y a sus oficiales de pompas fúnebres. Estos señores siguen apalancados y soterrando con los sinónimos más negativos del español vigente: enterrar, sepultar, sumir, o sepelir.

Recalco lo de vigente, porque el sanchismo pretende hacer del diccionario una anomalía lingüística permanente. Mientras se empeña en esta cruzada político-filológica, esta es la cuestión palpitante a debatir y a resolver aquí y ahora, señoras y señores de Valladolid, de Palencia o de cualquier otra ciudad: soterrar ciudadanos o soterrar trenes. No piensen que es algo novísimo. Ya Gonzalo de Berceo, en el siglo XIII –concretamente en su obra Vida del glorioso confesor Sancto Domingo de Silos– habla del «soterramiento» varias veces, y no de casualidad sino como experiencia. Miren con qué elejandrino más elegante y delator se despacha este representante del mester de clerecía: «Y fui yo soterrado dentro en un tablero».

¿Ocho siglos después vamos a seguir con el mismo cuento chino? Es hora de decir basta. Eso de soterrar ciudadanos como medida de integración, como hacen Renfe y el Ministerio de Transportes, no es ni siquiera apta para lombrices epigeas o para topos con hocico puntiagudo. Soterrar ciudadanos es lo infame de una política propia de enterradores compulsivos que usan tuneladoras a jornada completa. Como hijos de la luz que somos, descarrilemos esos trenes que llevan a esas huras de oscuridad aberrante.