Diario de Castilla y León

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A RAJATABLA. Las previsiones del tirano Sánchez para acabar con el régimen democrático del 78 se están cumpliendo con una absoluta precisión. La Constitución pactada, votada y aprobada, que nos hizo libres, iguales y solidarios, está siendo dinamitada por el sanchismo. Se está haciendo, además, con una rigurosísima falta de escrúpulos asqueante y perversa. Una inflexibilidad tiránica llevada tan a rajatabla, que incluso los pudores intelectuales y los del juego político saltan por los aires en virtud de una moralidad diseñada para mamelucos en Babia.

Todo esto, que constituye en sí una rehíla infecta para cualquier sociedad medianamente democrática, lo envuelve Sánchez en un convoluto de celofán con una crueldad tan atractiva como desatada, que ya no tiene vuelta de hoja. Lisa y llanamente, y desde la literatura que es lo mío, se parece a esta maldita y cruentísima vendetta que señalaba Jorge Manrique –siglo XV– en una de sus coplas –distintas a las de la muerte de su padre tan celebradas– como impropia de hombres civilizados: «matar a un hombre vencido/ metido ya en la prisión». Tremendo juicio como cierre de un medievalismo que ya entonces consideraban superado.

Pues no, porque se trata de una metáfora, o como prefieran llamarlo, aplicable a la sociedad española de hoy que Sánchez ha convertido en una agrupación de yupis, en una servidumbre sitiada o secuestrada por un progresismo ideológico de ladrones y de okupas, cuyos principios –tan elementales como variopintos e inconsistentes– aparecen como conquistas inéditas de la humanidad, y Santiago y cierra España. Por favor, idioteces las justas. Ya Aristóteles, en sus reflexiones sobre la política y el poder, hablaba de las bondades de un gobierno de los pobres sobre los ricos como el sanchuno, y que al final, tras analizar los datos, hacía esta reflexión tan decepcionante como amarga: «La historia nos contó qué es lo que sucedió con estos proyectos, y la poesía lo que debería haber sucedido». Un sonoro timo a dos bocas.

Por esto mismo –por ser algo tan repetitivo y revenido como un buñuelo fermentado a cuarenta grados bajo el sol–, la crueldad con la que Sánchez quiere ahora colarnos su propia historia como si fuera poesía heroica, se inscribe en las páginas más negras de una democracia liberal por el método que está aplicando con absoluta impunidad: el del garrote vil. Un reclamo viejísimo de ajusticiar a crédulos que, previamente eso sí, han sido vencidos y que disfrutan de una prisión relativamente confortable.

Y digo esto precisamente, señores, porque en poesía este es un camelo propio de la poesía pura que nunca ha existido y que nunca existirá como tal. Tanto en poesía, como en el derecho internacional de gentes, rige este principio inapelable: que un solo individuo privado de libertades, uno solo, equivale a una multitud encadenada. Esto, por ejemplo, lo sabía perfectamente Montesquieu cuando redactó El espíritu de las leyes, pues aquí se hace eco de esta misma necesidad imperiosa.

Qué terrorífico, por tanto, que a estas alturas de la historia, tengamos que recordar en democracia al garrote vil como método expeditivo para segar vidas o libertades a palo seco, a trinquete taladrante, a bestial destrozo, a sangre fría. Un método que aplicaban los tiranos griegos y romanos sólo para casos de suma degradación y de crueldad plebeya. En la España medieval tuvo idénticas aplicaciones. Cómo sería de repugnante el numerito, que hasta el rey más felón de la historia –Fernando VII–, lo desterró de sus prácticas expeditivas y crueles para impartir sus tiranías. En 1974, en las postrimerías del franquismo, se aplicó por última vez. Desde entonces sólo recordamos el garrote vil por los dibujos de Goya, y ahora con las ocurrencias dictatoriales del garrote vil de Sánchez.

¿Acaso no es garrote vil y cruelísimo, con todas las metáforas y sinonimias poéticas que a uno se le ocurran, que un Presidente democrático use las Instituciones del Estado a su capricho para envilecer la democracia? Desde la poesía, que es el reducto de la historia, qué quieren que les diga. Pues miren, esto –no sé si ahora es obligatorio leerlo o contrastarlo porque estoy jubilado y sólo valgo para los arrastres– lo aprendí porque en la historia de la filosofía y del derecho me obligaron a leer un libro de John Stuart Mill, titulado Sobre la libertad, en el que se explicaba un axioma irrenunciable si querías aprobar aunque sólo fuera con un aprobado raspadillo: «que todo aquello que sofoca la individualidad, sea cual sea el nombre que se le dé, es despotismo».

Despotismo a cielo abierto es que el Fiscal General del Estado en una democracia formal como la nuestra se dedique al apadrinamiento del delito porque Sánchez, que es su amo, así se lo ordena. Lo hemos visto en la historia de la infamia en repetidas ocasiones –«allá van leyes do quieren reyes», decía un adagio en la España medieval–, por una razón: porque la crueldad se alía con la utilidad para producir estos engendros y mamoneos contra natura. Pero que un Fiscal General siga a Sánchez en la consumación del delito como un verdugo adicto al garrote vil, no cabe ni en la interpretación de los sueños más escabrosos de Freud.

Y que un Tribunal Constitucional se convierta en la antesala de casaciones del delito usando el garrote vil para allanar las escombreras de la tiranía, es la encomienda más indecente y asquerosa que se haya hecho nunca jamás a la totalidad de la historia, de la poesía, del derecho, y de las libertades ciudadanas, que rechazaba Platón de plano como poeta de las ideas así: «la obra suma de la injusticia es parecer justa sin serlo». A rajatabla.

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