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Hace tres días -ya me parecen una dolorida ausencia- que nos dejó Teófanes Egido, cronista oficial de Valladolid, catedrático de historia en la Universidad vallisoletana, investigador de prestigio universal, un sabio que hizo de la sencillez una naturaleza jubilosa, un hombre que vivió su fe y su vocación religiosa sin que se le notara el hábito, sin que alardeara que Dios andaba junto a él por los andurriales de la historia y por los entresijos del espíritu.

Desde hace varias décadas, Teófanes fue para mí un amigo de esos que pasa por tu vida con un halo de autenticidad y sin reservas. Manifestaciones de contraste que en el Eclesiastés se identifican con el hallazgo de un auténtico «tesoro». Su figura tímida y menudica le hacía casi invisible, pero nada tenía que ver con el «medio fraile» que decía Santa Teresa de Juan de la Cruz cuando, a primera vista, lo fichó para sus Fundaciones en Medina del Campo. Egido no era huidizo, sino concreto y directo. Su mirada de franquezas en abierto apuntaba directamente a la amenidad, a lo risueño del encuentro, a la conversación fluida y de una cordialidad sonora.

Era una criatura en disposición permanente. Pidieras lo que le pidieras, y sin tardanzas -en el acto, quiero decir- se ponía a tu servicio con una generosidad que no es normal en los investigadores universitarios, que guardamos nuestros descubrimientos como si fueran la teoría de la relatividad o desveláramos los orígenes del universo. No. Teófanes te hacía partícipe de sus hallazgos como si fueran los tuyos en una excepcional mancomunidad luminosa de bienes. De aquí su rareza, su bondad, su atractivo de espontaneidad contagiosa. Descansa en paz, maestro, y dile a Teresa que nos ha dejado en suspenso… tan huérfanos.