TIENE TELA
A quien de miedo se muere
QUE AQUÍ ME LAS DEN TODAS, señoras y señores, pero estas cosas del miedo en democracia, que quiere inocularnos el tirano Sánchez, no acabo de creérmelas. Simple cuestión educacional. Para quitármelo de raíz, mi abuela –que tuvo una vida ajetreada y aventurera, y con varios maridos sobre sus espaldas a los que, con gran dignidad, mandó al otro barrio siempre con la ayuda del Señor– me decía: a ver, mi niño precioso, tú que ves al señor Miedo todos los días, preséntamelo que quiero conocerlo para córtale unos bombachos a la medida. Nunca lo conseguí, y en esos intentos acababan mis miedos de crío.
Así que ahora viejo, cuando me salta Sánchez la mamarrachada de que llega la extrema derecha como el coquito de Manuel Carrasco, pues tengo un serio problema: me parece una ingenuidad de primero de bachillerato. No obstante, admito que el miedo existe, y que lo tenemos aquí como uno de los pecados originales que retroalimenta nuestra actual deriva en política tanto en progre como en retro.
¿Sólo en política? Seamos honestos. En una sociedad tan dubitante, cambiante y relativista como la nuestra –en la que, por ejemplo, se tirotea a Trump por tres veces en un mitin y se habla de «aparente atentado o incidente»–, ese miedo está disfrazado de muchas formas: como medida de prudencia, medicina preventiva, o liquidación sumarísima. Lo que afecta incluso al hombre más libre. A este respecto, a principios de nuestra era, ya nos advirtió Publio Papinio Estacio en la Tebaida –de él se hizo eco Dante en la Divina Comedia–, que el miedo es un asunto muy serio, pues ese «miedo creó a los mismísimos Dioses».
Palabras mayores las de don Papinio. Si esto ocurría en las alturas del Olimpo cuando los dioses sempiternos, al principio de los tiempos, intervenían en todas y en cada una de las acciones de los hombres, pues imagínense qué pasará ahora mismo en las bajuras descontroladas de Las zahúrdas de Plutón, el libro que escribió Francisco de Quevedo en los tiempos dorados como ejemplo de lo que ocurre realmente con el miedo que atizan los tiranos con tanto garbo desde las calderas de Pedro Botero.
Pues un auténtico desmadre, un galimatías luciferino, un trastorno del prejuicio, un deshollinadero infecto. Estaríamos hablando, principalmente, del libro de cabecera de Pedro Sánchez que, como todos los boteros del escalafón, sigue a pies juntillas los pasos para meter miedo con estrambote a los vivos y a los muertos que, por activa o por pasiva, componen su paraíso frankensteiniano.
Tonterías. Ya, pero asunto trilladísimo en nuestra literatura. El maestro Gonzalo Correas –un cultísimo salmantino contemporáneo de Quevedo, que escribió el Vocabulario de refranes y frases proverbiales (1627)– no pasó por alto la actividad principal de los señores del miedo que viven encantados con el zurullo que esparcen, y en el que trabajan a tiempo completo desde las cátedras de melancolías catingosas. A todos ellos los mandó al carajo con el proverbio que encabeza esta columna: «Al que de miedo se muere, con cagajones le entierren». Es decir, que si sarna con gusto no pica, lógico que a uno lo sepulten de oficio en cagajones –en excrementos de las caballerías–, como paraíso de las esencias.
Pero antes de estas fechas –9 años–, Quevedo ya había escrito en 1608 sus Zahúrdas, y también muchos poemas, en los que aplicó el miedo a la política hispana con una guadaña perversa, maloliente, y que entonces fue mortal de necesidad: «¡Oh santo bodegón! ¡Oh picardía!/ ¡Oh tragos; oh tajadas; oh gandaya;/ oh barata y alegre putería!». Textual, señores, que servidor no se inventa ni las comas ni los puntos y mucho menos los colgantes y las sobras.
Con la llegada de las zahúrdas de Pedro Sánchez a la política posmoderna y a los arribes generosos de la posverdad, las cuestiones de intendencia sobre el miedo están más que solventadas en la España progre. De entrada, se acabaron aquí aquellos terrores religiosos, los miedos a la pobreza, al destierro, a la cárcel, a la injustica, al vacío de las leyes, y las secuelas de la muerte que causaban repeluznos insuperables entre los viejos filósofos y escritores.
La ascensión del miedo sanchista ha escalado cotas insuperables, que ya hubiera querido para sí el mismísimo Quevedo: el miedo es un tigre de papel que la utopía sanchista convierte en un simple juego de palabras en manos de su Fiscal General del Estado, de su Tribunal Constitucional, de su Congreso de los Diputados, y de su policía paralela que detiene y acosa a bailarines becados, basándose en criterios políticos. Venid a mí cuantos subvertís y okupáis las leyes y la convivencia. Por mucho miedo que muestren los gorriones, tranquilos que yo no dejaré de suministraros los cañamones suficientes hasta el final de las legislaturas y de la consumación de los tiempos. Compañeros, a lo que verdaderamente hay que tener miedo es a eso que la derecha llama, insistentemente, miedo.
En resumen, que estamos exactamente en el paraíso abolido del miedo que retrató Quevedo con una desvergüenza cañí en su maravilloso poema del Inquisidor y de la hechicera. En el santo tribunal, y cara a cara, se encuentran un viejo y rijoso inquisidor, y una jovencísima y bella casquivana. Ella negando que fuera bruja, y él apretando dulcemente las clavijas. Tras los dimes y diretes, vean qué final tan maravilloso y tierno: «”Ilustrísimo (clama), esto es lo fijo:/ yo de hechizos, señor, no entiendo nada;/ éste es sólo el hechizo que colijo”:/ dice, y alza las faldas irritada;/ monta él las gafas, y al mirarlo dijo:/ “¡Hola, hola! ¡Pues no me desagrada!”». Pues en estos miedos de gitanos andamos los payos. Como para tomárselo en serio.