Diario de Castilla y León

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Mis primeras referencias de la arqueología se remontan a mis lecturas de juventud. No, no fue para nada Indiana Jones y su arca perdida. Las que de verdad abrieron mi curiosidad de chiguito fueron las pelis de romanos. Mi generación calentó butaca con Marco Vinicio en Quo Vadis, con Julio César, con Judá en Ben-Hur, con ese tracio inmortal de Espartaco, con la Caída del Imperio Romano y así. Por cierto, Lygia, Esther, Varinia y Cleopatra fueron mis primeros amores. Nos gustaban los romanos. Ahora el nicho es más reducido a pesar de Gladiator, La Pasión de Cristo, Centurión, la Legión del Águila y muy pocas más. Los romanos están de capa caída. Tal vez sea el motivo por el que nuestras aulas arqueológicas de contenido romanizado hayan perdido fuelle en toda la región. Tristes y solas. Algo habrá que hacer. Pero lo que influyó muchísimo en mi afición por este campo fueron las pinturas rupestres. Aquella niña que le dijo a su padre que estaba “viendo bueyes” en una cueva de un pueblo al lado del mío. La niña se llamaba María. El padre, Sautuola, siguió la pista del perrucu de Modesto, un cazador local. Y así empezó lo que hoy es Patrimonio de la Humanidad con todo el merecimiento y la rentable réplica para el turismo. Tanto influyó en mi niñez, siempre convulsa y vibrante, que, en una ocasión, madre cuenta que la preparé de lo lindo. Resulta que, iluso de mí, creí haber descubierto pinturas rupestres en una cueva de Ruiloba, al lado de mi pueblo. Se armó la de San Quintín y medio pueblo y la guardia civil se movilizaron. Fue la “risión”. Nada de rupestre. Un maestro que un día de hace muchísimos años impartió clase de prehistoria a sus alumnos al viejo estilo. Crecí, por tanto, con los bisontes, a los que volví a ver vivos y en carne y pelo en La Pernía décadas después. Vinieron de Polonia. La de veces que los pinté y coloreé en los cuadernillos aquellos. Hoy todavía sueño con ellos. Cada vez que venían familiares había que acercarse a Santillana del Mar con su pequeño camping, su parador y Santa Juliana, mi primer románico. Me parieron en Comillas y vive Dios que aproveché el tiempo antes de decir adiós a las olas, a los robles y a las cuevas. Pero la vida y el periodismo tenían preparadas muchas sorpresas que inyectaron más pasión. Un día de no hace mucho seguí la pista del viejo camino y calzada romana desde Mérida a Astorga, miliario a miliario. Ahí siguen olvidados a la intemperie con su rica epigrafia de la tan cacareada Vía de la Plata. Ya sé que el censo de yacimientos arqueológicos llega a los 23.000. Razón de más para airearlo, pues la arqueología va más allá de Roma y de Atapuerca. Hay mucho tajo en la socialización y “turistización” de la arqueología en esta región. Lo dejo para otro rato. Largo.

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