TIENE TELA
De puta vieja y de tabernero nuevo
NO ME LO PUEDO CREER. La ley de las putas, que terminó el martes pasado su carrerón en el Congreso de los Diputados, es la culpable del declive imparable del tirano Sánchez. ¿No tenía suficiente con las leyes de género, amnistía, memoria democrática, y malversación? Al parecer no. Quería pasar a la historia como el galán que hace películas de sexo duro cultivando begonias rizomatosas –las reinas de la botánica por su gran follaje– a lo grande: como una inmaculada concepción.
Se ha ido al guano. Y es que legislar sobre putas es tan delicado como imposible. Históricamente, ha terminado siempre en fracaso. De aquí que los tiranos de todos los tiempos hayan sido permisivos a su modo. Jardiel Poncela sentenció esta sinrazón con una ironía de sainete: vale que «una mujer venda su cuerpo y su alma, pero exigirle que venda sus joyas es, sencillamente, monstruoso».
Ni en la Biblia ni en la teología olímpica cuajaron semejantes contubernios de arte y ensayo. Hubo un santo varón –Pío V– que no sólo prohibió los toros, sino que quiso poner coto a la prostitución en la Roma de los césares. Aquello terminó en una catástrofe humanitaria en todos los órdenes. Las más de cinco mil putas censadas tuvieron que exiliarse. Tras ellas se expatriaron veinte mil personas más que, según las crónicas, vivían del triquitraque, más otros miles en servicios auxiliares.
Esto ocurre cuando los políticos ignoran a los filósofos, a los teólogos, y a los historiadores. Lo que son las cosas, pero de la prostitución y de las putas trataron, y no poco, Platón en La República, y Aristóteles en La política. También lo hizo San Agustín en su libro De Ordine con estas palabras: «las prostitutas hacen en el mundo el papel de las sentinas en el mar o las cloacas en el palacio; quita las sentinas en el mar o las cloacas en el palacio, y llenarás de hedor el palacio o el barco; quita las prostitutas del mundo, y lo llenarás de sodomía». Santo Tomás, el doctor angélico, siguió a San Agustín en su opúsculo De regno con una reflexión semejante: «si se suprimiesen los prostíbulos, sería tanta la hediondez que nadie la soportaría». Conclusión: que hasta para joder hay que leer. Es la lección de Catulo, señores míos.
¿Qué le ha pasado al tirano Sánchez? Pues que no lee. Piensa que cortando, pegando, y copiando errores, se hace una tesis doctoral cum laude. Nada de extraño, por tanto, que ni haya olido lo que aconsejaba La Lozana Andaluza, que tenía un máster en putas y en puterío de los de antes: que «de puta vieja y de tabernero nuevo me guarde Dios». Como tabernero nuevo –esos que hacen un cursillo acelerado de eyaculación precoz y cortan en breves segundos porque les entra tortícolis–, Sánchez no tiene la paciencia ni la pericia suficientes para leer el Kamasutra, lo que implica un retraso sosteniente y sostenido como político progre.
De haber tenido esa sabiduría galopante –y no el «estrés hídrico» que ataca a las begonias hasta las raíces dejándolas sifilíticas y en el chasis por la necrosis–, no hubiera olvidado lo que le pasó a su admirada Manuela Carmena, siendo alcaldesa de Madrid. La comunista quiso también acabar con el negocio del puterío, y se puso manos a lo obra. Hasta que las putas del «colectivo de mujeres en situación de prostitución» la escribieron una cartica en septiembre de 2016 poniendo los puntos sobre las íes.
Ni Aristóteles ni Platón ni Santo Tomás fueron tan clarividentes como estas mujeres. Vean qué somanta de palos repartieron: «¿De dónde saca su moralina la política de izquierdas»? Aquí la única «en situación de mujer alcaldeizada» es usted, que no las putas de verdad. ¿De dónde procede su «soberbia institucionalista», y su «violencia machista», para «discernir entre el bien y el mal y de este modo, grotesco, de ejercer política» frente a las que queremos «ejercer la prostitución de forma libre y voluntaria»? Y concluían: «Vive usted de espaldas a la realidad de cientos de miles de mujeres que trabajan en el sector del sexo de pago y que demandan y exigen sus derechos laborales, sociales y civiles». Se acabó el invento.
En la misma tesitura retrograda y denunciable de anquilosamiento con mando en plaza, se encuentra el tirano Sánchez. Tras la aprobación de sus propias leyes anti género se ha perdido del todo: no tiene ni zorra idea del sesgo incontrolable al que llevan sus propias leyes. En marcha, por ejemplo, anda por ahí la asociación revolucionaria LLCC –Liga de Lesbianos Con Causa– que, con pelo en pecho y rabo entre las piernas, se identifican con la misma declaración institucional que hizo Calixto –el primer transgénero de la historia en pleno siglo XV– en La Celestina: «Melibeo soy y a Melibea adoro, y en Melibea creo y a Melibea amo».
Y de este principio irrenunciable, y con la ley en la mano, no les sacas a los militantes de la LLCC. A dos miembros fundadores, que yo conozco –Carlos y David–, les he pedido que hagan público su manifiesto, pero se han negado en redondo: ¡Vergüenza, vergüenza! Aseguran que son católicos, apostólicos y romanos, y no clarisas de Belorado. Mientras monseñor Argüello, dicen, no les dé las licencias canónicas, ellos –ellas o elles o lo que sean– se mantendrán en el armario y en comunión con la Iglesia.
Así se perdió Nínive, y así ha iniciado Sánchez su descenso a las zahúrdas del monte de Venus con ese concepto descabellado suyo de crear una teología progre al servicio de las begonias como si se cultivaran en la punta del Everest. La Lozana Andaluza –vieja ramera sin violón– fue contundente en estas serenatas de tabernero adolescente: «para putas, sobra caridad». Lo que falta es justicia ante lo mucho que dan y lo poco que reciben.