Diario de Castilla y León

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LOS ATAQUES violentos contra responsables políticos, muchos de ellos jefes de Estado o de Gobierno, han sido una de las herramientas políticas habituales en la historia moderna y contemporánea con la finalidad de transformar la realidad social de un país. Alcanzaron su punto álgido con los movimientos anarquistas de la segunda mitad del siglo XIX y principios del siglo XX. No deja de ser significativo que la muerte del archiduque Francisco, heredero del Imperio austrohúngaro, fuera el desencadenante de la Primera Guerra Mundial. En España, los magnicidios han marcado el devenir de nuestro país. Los ataques más conocidos de los máximos cargos públicos de la nación han sido los del general Prim, Cánovas del Castillo, José Canalejas, Eduardo Dato o Carrero Blanco. Más cerca en el tiempo, ha habido otros que se quedaron en simples planes, como el pergeñado para asesinar al rey emérito D. Juan Carlos, o el fallido intento de acabar con la vida de José María Aznar cuando era jefe de la oposición al gobierno socialista de Felipe González. Por no hablar de los atentados de la banda terrorista ETA, que han determinado el signo político de los territorios vascos y han terminado con la vida de numerosas personas. La nota común a todos ellos es que han cambiado el panorama, las ideas y la praxis política y social de los lugares en los que han tenido lugar.

Recientemente el primer ministro de la República eslovaca, Robert Pico, ha sido tiroteado varias veces por un ciudadano mientras asistía a una reunión en el pequeño municipio de Handlová, perteneciente a la región de Trenčín. Este terrible hecho ha conmocionado a la clase política europea. No podemos olvidar que en unos días tendrán lugar las elecciones al Parlamento europeo en cuyo seno se decidirá el futuro de los ciudadanos comunitarios. Muchos analistas son partidarios de que este atentado no es mas que una clara manifestación de la polarización política en la que el continente europeo se encuentra inmerso. Hay dos posiciones diferenciadas. Por un lado, la de los globalistas, partidarios de la unificación política total con estructuras burocráticas de Estado globales donde los países miembros cada vez pintan menos y son meros ejecutores de lo que se decide en Bruselas. Por otro lado, la de los patriotas, defensores de la cultura, de las costumbres, de las tradiciones y de la historia de su país. Toca elegir.

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