La muerte de Esther López no parece una investigación en serio
PERPLEJO y catatónico. Dos grados del desconcierto en el que acaban los asuntos inexplicables. El 5 de enero de 2022 –y gracias a un salmantino que se presentó en Traspinedo (Valladolid) porque estaba hasta las trancas de la ineptitud de los encargados del caso–, y tras semanas de búsqueda, encontró el cuerpo de Esther López al primer ojeo. Sólo unos ciegos no pudieron verlo antes. O no quisieron verlo porque, lo que parecía que veían, no era lo que buscaban. A la vista de las últimas pruebas, sólo caben dos pregunticas después de 2 años, 1 mes y 8 días.
Primera, ¿buscaban esos expertos –los beneméritos y los judiciales– el cuerpo de la infortunada chica? ¿O buscaban las huellas de una perdiz roja –llamada «alectoris rufa», según los ornitólogos–, que es tan ducha en mimetismo que no hay cazador que dé con ella? Los que no somos ni lo uno ni lo otro, no lo sabemos. Y segunda, ¿será ésta la última de las averiguaciones formales? Cada intervención de estos expertos ha sido aquí un desastre apoteósico. A los legos y a las víctimas sólo nos queda el pataleo de Montaigne: «la ciencia es saludable medicina, pero no hay medicina que no se corrompa y vicie, si el vaso en el que se halla contenida tiene algún vicio o corrupción».
Esta no parece una investigación en serio, sino la sesión improvisada a la que llega cualquier alumno de primero de medicina al ver un cadáver en la clase de disección: Esther murió de un «atropello» y el resto de suposiciones no son más que «concausas». Acabáramos. El personal vuelve a preguntarse: ¿cómo no han pedido opinión al rastreador de Salamanca? ¿Se han quedado calvos ante evidencias tan elementales? Las ciencias médicas y judiciales avanzan que es una barbaridad. Ya os vale.