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El FIN de semana ha tenido su crudeza meteorológica. Y su diversidad, bendita diversidad desideologizada. Sol y nubes, ventisca, granizada suculenta… Así que en Quinta de Tierz tuvimos que volver a encender fuego, a prender la chimenea. No hay mal que por bien no venga. En pocos minutos el negro zaíno de los toros emergió con inusitado protagonismo sobre el radiante suelo ensabanado. Incluso las copas de las encinas y los pinos se encasquetaron una fugaz boina enjalbegada.

El sábado, día crudo sin atenuantes, me tuvo atento a mi particular derbi, ese que disputaron (es un decir) el Real Valladolid (al que me une el sentimiento de ser de donde se pace, y equipo del que, siendo un chaval, me enfundé su camiseta, que de elástica entonces no tenía nada) y el Real Zaragoza, ciudad en la que nací y con la que estoy unido por vínculos emocionales que se simbolizan por la querencia hacia unos colores que llevan más de una década haciendo el ridículo en segunda.

Ganó el Pucela, que fue el menos malo. O el más eficaz. Tal y como estaban uno y otro en la clasificación pues mejor así, que de tener alguna posibilidad de ascenso alguno de los dos está claro que el Valladolid está mejor ubicado y con una actitud algo más convincente.

Ya de noche me llegaron las imágenes de la faena de Juan Ortega en Castellón. Ante un toro salmantino, de excelente clase y contadas energías, del hierro de Domingo Hernández. Tarea de gusto y elegancia, sin excesiva profundidad con la muleta, pero que con el capote alcanzó una cima de excelencia y hondura inmarcesibles. Ortega, triunfador del trofeo San Pedro Regalado a la mejor faena de la pasada feria se septiembre a orillas del Pisuerga, diestro al que los aficionados desean ver en el ciclo de mayo que se celebrará en honor al patrón de la ciudad y de los coletudos.

Pero, claro, no todo es deporte y arte. Está la política, y sus hitos. Temporales y éticos. Y, en España, el 11-M, tal día como hoy, algunos de los paradigmas clásicos de la joven y sana democracia que se disfrutaba comenzaron a cambiar. Y no precisamente para bien. El uso, ambivalente, de las mentiras como arma electoral, la alteración de una jornada que debía ser de reflexión para convertirla en amenazantes convocatorias ante sedes de un partido político, con evidentes e innegables fines propagandísticos… Es decir, emponzoñar las reglas del juego. Luego llegó Sánchez y sublimó el manual de corrupción de la democracia bajo una levísima apariencia legal.

Un grave problema social, que ni fútbol ni toros arreglan siquiera en lo emocional, y que, además, acaban padeciendo también el influjo de la toxicidad que emana del poder.