Diario de Castilla y León
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TRISTEZA. He sentido mucho, muchísimo, la muerte de Ángel María de Pablos, acaecida el miércoles por la noche. Era el poeta más cercano que he tenido en los últimos años de mi vida. Quiero decir con esto que, además de amigo, éramos vecinos. Y esto no es cualquier cosa, pues crea una adicción muy particular. Si no lo ves dos días seguidos en el kiosko comprando el periódico o en el supermercado haciendo la compra o en el paseo matinal para estirar las piernas, al tercer día ya llamas por teléfono porque o piensas que algo le ocurre o algo, sin duda, te falta a ti.

Ángel María de Pablos era esa cotidianidad que no jura ni promete. Estaba ahí siempre como lo que era: una serenidad que te da los buenos días como lo hace un niño. Lo hacía con la convicción de una certeza en zapatillas, con una limpieza tan natural, y tan bárbara a la vez, que te dejaba con las mieles de la vida en la boca sin provocaciones, sin alharacas, sin altisonancias. Con la timidez de un niño.

A pesar de los años, conservaba intacto el timbre de voz del periodista deportivo que llevaba dentro: juvenil, dicharachero, positivo, ágil, y de una generosidad tal que te convertía en argumento de cualquier sprint de los grandes. Dominaba la historia más limpia y deportiva del ciclismo español con un entusiasmo que nunca jamás he visto, ahora que el deporte es otra cosa tan distinta. Pero ante todo, Ángel María de Pablos era un gran poeta en el sentido más vital del término: con su verbo a flor de boca se le iban los rescoldos de su gran corazón. Así que, amigos, estoy desvencijado, y no sé, la verdad, cómo hilo este recuerdo tan triste… Adiós, querido amigo, allí donde estés –sin duda en tu cielo en el que creías– ruega por nosotros tan huérfanos…

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