Con todo fervor revolucionario
58 AÑOS DESPUÉS, la izquierda revolucionaria hispánica sigue repitiendo la utopía de bachillerato del Che Guevara que, en forma de carta, envió a Fidel Castro en 1965, tras su fracaso en el Congo para hacer la revolución. La histórica misiva –dos años antes del desastre de Bolivia– termina de esta manera melancólica: «Tendría muchas cosas que decirte a ti y a nuestro pueblo, pero siento que son innecesarias, las palabras no pueden expresar lo que yo quisiera y no vale la pena emborronar cuartillas». Oh muro de incomprensión entre caciques.
Tras sincerarse, escribe el Che esta despedida triunfal que el dictador cubano leería a su conveniencia, como hizo con todo a la largo de su vida: «Hasta la victoria siempre. Patria o Muerte. Te abraza con todo fervor revolucionario. Che». Pero lo cierto es que la epístola reza textualmente así: «Hasta la victoria. Siempre, Patria o Muerte». Una gran diferencia sin duda, pues no hay victoria que eternamente dure, pero sí habrá siempre una patria, y seguro, segurísimo, que habrá también una muerte esperándonos a la vuelta de la esquina.
En esta misma fraseología para bachilleres –punto arriba, punto abajo da igual– estamos ahora en la España sanchista: con la patria hecha jirones; con la Constitución descosida con los vaivenes del black Friday; con la muerte acechante, que también se ha vuelto progre, y dependiendo de si se lleva por delante a Vidal Cuadras o a más de un millar de judíos inocentes en su kibutz; con los españoles en la cola de la europeidad hasta para plantar olivos o cazar un conejo, pero excluyendo a la amnistía que es algo interno entre españoles; con los jueces en el punto de mira de cualquier cadí del Magreb o del Congreso; y con una oposición jibarizada y sumisa hasta que la estructura marxista-leninista reduzca su cacumen a la mínima expresión.
Hay sutiles diferencias, claro. El Che –un asesino en serie que ejecutaba en la Cabaña de San Carlos de La Habana al amanecer sin más anestesias– es un icono en camisetas para escolares que se vende como un cirujano comunista a punto de ingresar en una orden mendicante. Formidable actualización. Así que el tirano Sánchez todo esto lo concreta con retóricas de media luna. Es decir, se percata del ciclo de la luna y sus mareas, y luego ejecuta sus lobotomías con tal «fervor revolucionario», y con tal desenvoltura progresista, que «no da paso seguro sin saber antes quién corre por el muro», que decía la Celestina sin descomponerse un pelo.
Pero no nos equivoquemos de muro. El muro de la Celestina se alza sobre el amor o sobre el negocio del sexo que, según decía –capítulo XI–, va derechito tanto de día como de noche y lo hace a las claras: «por medio de la calle». El «muro» de Sánchez –el que empezó a levantar en su sesión de investidura hace pocos días contra media España–, es el común de los tiranos que en el mundo han sido como Stalin, Mao, el Che, Castro, Maduro, Putin, Xi Jinping, o Hamás. En todo caso es igualito al muro de Berlín que levantó en 1961 el comunismo de la República Democrática alemana para construir una dictadura criminal, abominable y repugnante.
Pero la construcción de ese muro de contención fue de mal en peor hasta que en noviembre de 1989 –hace ahora mismo 34 años–, y sin derramar una sola gota de sangre, desapareció hundido en su propia ignominia. Todos los jóvenes de entonces nos sabíamos de memorias y tatareábamos las canciones alusivas a este muro de la vergüenza de Sex Pistol, de Elton John, de David Bowie, y la magistral «Libre» de Nino Bravo en honor del primer caído ante las alambradas del muro: «Piensa que la alambrada sólo es/ un trozo de metal,/ algo que nunca puede detener/ sus ansias de volar/ libre».
Así que van a perdonarme. Pero ahora –que soy a un viejo pellejo sin remedio y un opositor superviviente–, al ver, al leer, y al comparar los fervores revolucionarios como los que acaba de montarse el señor Sánchez a cuenta de los españoles –se pasa todo el día venciendo, y todas las noches maquinando cómo se hace con el ejecutivo, con el legislativo y con el judicial, como si fuera de safari a Israel buscando la felicitación de Hamás–, me entran los mismos escalofríos y la misma repugnancia que sentía Montesquieu cuando, hace ahora 201 años, escribía lo siguiente pensando en la realidad y en «el espíritu de las leyes»: que «no existe tiranía peor que la ejercida a la sombra de las leyes y con apariencias de justicia».
Qué clarividencia. En una sola línea, el gran ideólogo de la división de poderes en un estado democrático y moderno, nos ha desnudado a este contorsionista hispano que nos está descubriendo todos los días las Américas en Falcon bolivariano. A la sombra de unas leyes como la amnistía, quiere vendernos que la justicia verdadera descansa en los golpistas, en los asesinos etarras, en los terroristas, en los ladrones, y en los malversadores. Cuando el Congreso, por unos votos de diferencia que no llegan ni a las 30 monedas de Judas, apruebe este principio de dictadura orgánica, sabremos, además, lo que ya señalaba el propio Montesquieu como una consecuencia progresista: que un tirano, amparándose en una asamblea o un Congreso de los Diputados claudicante, y con todo el «fervor revolucionario», pude «hacer leyes tiránicas para que el tirano las ejecute tiránicamente». Dramático.
Yo ya no tengo remedio. La jubilación me ha radicalizado: no soporto una libertad con debilidades y zarandajas. Ustedes, que son más jóvenes, a lo mejor tienen sus dudas y cambalaches. Pero permítanme, «con todo fervor revolucionario», esta licencia que dan los años: los totalitarios como Sánchez llegan cuando los demócratas reculan.