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EN CIERTA OCASIÓN un profe preguntó a sus alumnos qué era el cine. Rondaba el otoño de una tarde cualquiera, de un curso de aquellos felices años noventa. En aquel tiempo había jóvenes que eran muy aficionados. Pocos, pero muy buenos. Hoy son legión. Todo quisque ejerce la crítica cinematográfica. Ay, Pumares, que estás en el cielo. Dicen que eso es socializar el conocimiento. Lo resume esa gracia especial de «para todos los públicos». Y está muy bien.

Antes, saber de cine era raro. Hoy, lo raro es no saber. Pero volvamos a las respuestas de los alumnos de aquella tarde del siempre melancólico otoño. El sucedido del profe y el cine transcurría en una clase entregada. Con ese grado de interés y atención que tanto ansían los pobres maestros y maestras, hoy agredidos por el sistema, por el propio alumnado y el desinterés general. Pero esa tarde otoñal, el júbilo se adueñó del aula. Se hablaba de cine, de sueños, de magia. Por minutos crecían el interés, las manos alzadas, las ganas de expresarse y de decir cada uno lo que para él o ella era el cine. Cada cual añadió su peli de indios, de miedo, de amor, de guerra, en color y en blanco y negro… Porque, en el fondo, el cine es una película, es la peli que cada uno de nosotros tenemos encajonada en un rincón del alma y que permanece como un beso inolvidable.

Sigamos el relato de aquella velada escolar. «¿Alguien tiene otra definición?» Insistió el profe. El caso es que el séptimo arte se quedaba corto. Hasta el momento en el que se escuchó la voz de una chavala de la Rondilla, que es un barrio de Valladolid. «El cine es la Seminci», dijo con seguridad de adolescente. Así, sin más. Ahora tocaba desbrozar. «Y, ¿qué es la Seminci?», espetó el maestro. La cría respondió ágil de nuevo: «Es un cine muy grande para unos pocos». El móvil (el cine en pequeño) no había llegado. Hoy, sí. Y es el que manda cada vez más por encima de los festivales y sanedrines de la poderosa maquinaria cinematográfica. Trampantojo de un negocio siempre sumiso al poder y al glamour, por muy progre que se vista. Hoy, una gala, una peli y cientos de carteleras caben en un simple celular. Tendrá que ser así.

Los que nos sentamos en las butacas de los ochenta, sin entender aquellas pelis subtituladas y de autor, los sentimentales que lloramos con Joselito y después con Totó en Cinema Paradiso, los que hemos asistido al cambio de cartelera en el Teatro Calderón casi cincuenta años, seguimos aplaudiendo aquella inocentada de un 28 de diciembre de 1895 cuando los hermanos Lumière abrieron la caja de los sueños que nadie ha sido capaz de cerrar por mucha mínima pantalla y gran plataforma. Viva el cine. Y la Seminci. Y aquella jovencita de la Rondilla que ayer en la sesión de tarde hacía cola con su hijo para ver cine.