Carlos Pollán sufre en silencio
No todo es desidia en el parlamento ese nuestro, al que pronto tendrán que dotar de pinganillos para traducir qué pretenden decir algunos y algunas de los y las ilustres que se encaraman al estrado empalmando el micrófono para verter sus cuestiones alejadas del interés común de los comunes, de los mortales y de los contribuyentes. Hay quien sufre por el escarnio quincenal que ofrecen sus señoritos y sus señoritas, a razón de cien mil al año más cafetería. No es otro que el que se sienta más arriba, pero ejerce de más humilde, el presidente Carlos Pollán, que de cuando en cuando junta las palmas de las manos junto al rostro en señal de penitencia, rogando para que el declarante o la declarante aligere todo lo que pueda en el tiempo, porque en los conceptos suelen ir ligeros, casi desnudos, como los hijos de la mar. Pollán sufre en silencio con las algaradas, el griterío y las innecesarias impertinencias y groserías que se arrojan en el lodazal de su retórica sus señoritas y señoritos. Es lo que hay, amigo Pollán.
Con estos bueyes hay que arar. Pollán, que de naturaleza es extremadamente cauteloso, prudente, educado, conciliador y amable, pese a haber sido acribillado a balonazos en sus años de cancerbero del Ademar. Es educado hasta cuando se enfada. Y cortés hasta cuando discute. Es su naturaleza y no la va a cambiar un parlamento que ha decidido repudiar la inteligencia y sustituirla por el alboroto y la demagogia low cost. Ni venceréis ni convenceréis. Sufre en silencio. Mira a sus parlamentarios, como miraba la del ramito de violetas de Cecilia a su marido, y luego calla. Es la soledad del portero ante la pena máxima. Los ciudadanos no se merecen que su soberanía resida entre residuos, pero un tipo que, institucionalmente y personalmente, está a años luz del comportamiento de su rebaño, tampoco. Pero, en cualquier caso, es el peso de la púrpura, que él no sabía que iba en arrobas cuando se lo endosaron.