Costumbre parlamentaria
DURANTE el Antiguo Régimen, en las monarquías absolutas, el Rey era plenipotenciario, tenía un poder omnímodo pues dictaba leyes, las ejecutaba, impartía justicia y dirigía los ejércitos del país contra enemigos externos e internos. Después de la Revolución Francesa, en muchos países europeos la monarquía desapareció. En otros, permaneció pero con la condición de que el monarca reinase pero no gobernase. En España, el cambio de sistema político lo propició ‘la Pepa’. Con ella llegó la separación de poderes, si bien limitando mucho las prerrogativas del Rey. Después de muchos avatares históricos, se proclamó la Constitución Española de 1978 y se instauró la monarquía parlamentaria en la que el Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, que modela el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes.
En principio, el Rey arbitra, modera pero no interviene en la política española. Pero esto no es exactamente así como hemos podido comprobar estos días. Felipe VI, cumpliendo una de sus facultades constitucionales, ha propuesto como candidato a la investidura de la Presidencia del Gobierno al que ha obtenido mayor número de escaños en el Congreso de los Diputados, sabiendo que no existen muchas posibilidades de que salga adelante, pero poniendo en funcionamiento el reloj de la democracia. Política en estado puro.
Esta decisión no la ha tomado a la ligera sino que la ha explicado en un comunicado. Por un lado, el Rey parte de un hecho: el número de escaños. Y es este hecho el que le ha servido para proponer la candidatura. Nada menciona sobre los votos obtenidos. Y, por otro lado, explica que en todas las elecciones generales celebradas desde la entrada en vigor de la Constitución, salvo la XI, el candidato del grupo político que ha obtenido el mayor número de escaños ha sido el primero en ser propuesto por el Rey como candidato a la Presidencia del Gobierno. Esta práctica se ha ido convirtiendo con el paso de los años en una costumbre. Ha sido la costumbre, en este caso parlamentaria, el criterio rector de la toma de decisiones. En definitiva, la costumbre se ha erigido en fuente de Derecho en plena sintonía con el artículo 1.1 de nuestro sabio y multisecular Código Civil. Veremos en qué termina todo esto.