Los pueblos
SE LLENAN en verano para volver a hacerse bulliciosos, porque los hijos y nietos pródigos regresan a rubricar el eco de la emoción que entronca en las raíces que se van disipando en la gran capital; aunque habrán de sentirse más vivos y afanosos por germinar recuerdos ateridos. Todavía es verano, el tiempo que converge en las leyendas que fueron escenarios de un misterio que se va dilatando en los dinteles de puertas carretales que chirrían.
Los pueblos son esencias milenarias que se han de conformar con que el verano los devuelva gozosos a la vida.
Son grajos y cornejas del silencio que aun graznan en los viejos campanarios macerando los sueños y anudan las memorias más antiguas. Y todo ese preámbulo permite que hoy pueda sumergirme en la España fecunda y dilatada que motivó a que Miguel Delibes anunciara una realidad menuda y abundante en narraciones plenas y vividas, en las que siempre le llamaba al pan, pan y al vino, vino.
En muchas de sus obras cita a los autores que surcaron la Castilla profunda e insondable, que además de sus nombres y apellidos gozaban de un apodo o sobrenombre que los alojaba en los gozos y zozobras de una familia rural y muy antigua a la que aun pertenecen. Y ahora recuerdo, a través de sus páginas a Daniel el Mochuelo y a Germán el Tiñoso, aquel muchacho esmirriado, endeble y pálido… Y yo, de mi propia cosecha recordaré otros nombres, que guardo en la memoria y habitaron los mundos de mi infancia, como Josefa la Dasa, Laureano Escarbagateras, el ti Dios o José el Teide, que fue herrero en Valdespino de Somoza y elaboraba, en su fragua antiquísima, unos cuchillos y navajas con el mango de encina.
Esta que ahora digo es la España que resucita cada verano y se extingue poco a poco, como la alondra, la curruca, el sisón y la avutarda. Es una pena que no lleguemos a ver con claridad a la luz de las teas encendidas en las cocinas viejas, que sepamos tan poco de los “aguzos” de los montes que recogieron el tío Invierno, el ti Rin, o el ti Martín el tamborilero y que sirvieron para alentar las noches más oscuras y más frías de lejanos inviernos…
Los pueblos se estremecen en los signos que el tiempo ha dilatado, pero vivir en ellos es sentir lo profundo de la tierra que nos sigue enviando su inocencia en la sombra frutal de las higueras que aún viven en los huertos olvidados. Deberíamos de volver a creer en los pueblos de los que todos procedemos y no olvidar la esencia que concilia esa luz que se bosqueja en mañanas que huelen a tomillo.