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RESULTA CURIOSO que aquellos profesionales que más escasean son los que últimamente más protestan y se manifiestan por sus derechos formando una extraña espiral entre la protesta social y la torpeza política. Es como si el karma político estuviera dictando sentencia en forma de colectivos y profesionales cabreados por situaciones inexplicables derivadas de políticas autonómicas inconexas y descoordinadas.

Es evidente que las transferencias de competencias a las Comunidades Autónomas en materias como la sanidad o la educación han resultado, visto con perspectiva, un auténtico fiasco que ha provocado, con el tiempo, un empeoramiento, tanto de las condiciones de trabajo, como de la gestión de servicios públicos fundamentales. ¿Cómo se explica, si no, el caos generalizado en la atención primaria y en la sanidad rural o la falta de profesionales, no sólo en la sanidad, sino en tantos otros sectores como el del transporte, la agricultura o la hostelería? Faltan médicos, camareros, montadores, ganaderos, electricistas, transportistas, enfermeros…Es evidente que las políticas autonómicas en materia de educación, parcelando una competencia que debería ser de ámbito estatal, han resultado tan ineficaces como alejadas de la realidad del mercado laboral.

Y la ineficacia de las políticas en educación se completa con el despropósito de las políticas sociales y de empleo. Mientras en multitud de sectores los empresarios no encuentran profesionales para contratar, el Estado tiene que soportar el enorme coste económico de tener que subsidiar a casi tres millones de parados con cargo a la hacienda pública y a la nómina de los contribuyentes que madrugan. Solidaridad a punta de pistola que no siempre se justifica.

Podría haberlo dicho Le Pen, Abascal o Meloni pero no. Fue el líder sindical  Pepe Alvarez quien recientemente manifestó que el país debería plantearse si una parado que rechaza una oferta de empleo debería seguir cobrando algún tipo de ayuda pública como la prestación de desempleo o el ingreso mínimo vital. Pero no nos engañemos. No se trata de un problema de vagos o aprovechados,  sino de un sistema perverso de gestión de las ayudas públicas y las prestaciones sociales que hace que haya gente que, por sus circunstancias personales, laborales o familiares, realmente, y por increíble que parezca, no le interese trabajar porque económicamente no les compensa no porque sean más vagos que los demás. No echemos la culpa a los parados sino a la inutilidad de unas políticas laborales, sociales y de educación que han sido parceladas material y territorialmente provocando situaciones inauditas y limitando el desarrollo social y económico del conjunto del país.