La guinda animalista
NO CABE la menor duda. Pedro Sánchez debe de ser uno de los accionistas más importantes y creativos de la actual ONCE. O sea, de la Organización Nacional de Ciegos Españoles, que fundó en 1938 Ramón Serrano Súñer –el cuñadísimo de Franco–, a quien tuve el gusto de conocer y tratar. Lo digo, sencillamente, porque no hay día, conmemoración festiva, inicio de temperada o actividades transversales de cualquier tipo, que no salga con un numerito. Y además con un premio seguro: siempre te toca el cuponazo como real contribuyente.
Nos tocó a todos con la Ley de Memoria Democrática que va en contra de una realidad incontrovertible: la memoria no toca, se tiene o no se tiene y punto. Tampoco es democrática o fascista. Es simplemente una facultad de la mente que reproduce experiencias vividas. Pues algo tan sencillo, Sánchez lo ha convertido en una confusión histórica, sectaria y laberíntica. Con el rasca rasca de la Ley de Sedición y Malversación descubrimos que no hay nada tan reconfortante como un ladrón que roba a otro ladrón y que, con la ley en la mano, tiene cien años de perdón.
Con la Ley del sólo sí es sí, y con la Trans, nos ha tocado en sendos carrillos, carrillas o carrilles –en los de la mujer y en los del hombre, y en los de la imaginación más desbordada cuyos dígitos son incontables como las arenas del desierto y las estrellas de la galaxia– el premio a las cinco cifras y serie, a las cuatro últimas cifras, o las tres últimas cifras. Un chollo para hombres, mujeres, y trans de no se sabe de qué tela urdida, y a la que nunca le falta una guarida.
Ahora, en cuanto lo apruebe el Congreso –y esto si el escándalo del Tito Berni no acaba antes con Pedro Sánchez por el puterío a espuertas y por todos esos políticos de su partido convertidos en estrellas porno y en ladrones que asan vacas con billetes de 500 euros por fumata–, la ley animalista será la guinda de una auténtica animalada que ya perfiló Stalin como propio de los «ingenieros de almas» que son los verdaderos comunistas, pues en el fondo se trata de establecer la supremacía violenta del animal sobre el hombre lobo.
Dicho así, parece que se trata de nueva iniciativa innovadora y vanguardista para aplacar los nervios de una creación aberrante desde que el mundo es mundo. Pues no señor. En realidad la teoría es viejísima. Tan vieja como el primer comité que reunió en torno a una fogata a una serie de hombres con cuatro patas. Aquí, el más animal de todos ellos, impuso la ley de la selva, y derogó por su cuenta y riesgo lo que se establece en el Génesis 1, 26 tras crear Dios al hombre paradisíaco: «que domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre todas las bestias de la tierra y sobre cuantos animales se mueven sobre ella».
Sin duda, una visión demasiado heteropatriarcal, dirán algunos. Ya, pero en la misma Biblia –concretamente en el Eclesiastés 3, 19–, hablando de la totalidad de lo humano como hombre y mujer, se dice que este hombre comparte «la suerte de las bestias, y la muerte del uno es la muerte de las otras». Ahí mismo, hablando precisamente de almas, se formula esta pregunta interesantísima: «Quién sabe si el hálito del hombre sube arriba y el de la bestia baja abajo, a la tierra?».
Desde entonces, animalistas y humanistas –desde una óptica exclusivamente humana y opinable– no han hecho otra cosa que discutir sobre un asunto que tiene una difícil y contradictoria solución. Descartes, por ejemplo, zanjó la cuestión a favor del hombre racional y dejando al pobre animal colgado de su indigencia. Qué injusticia filosófica, madre mía.
En la modernidad política del XX, hay un testimonio realmente curioso como el de Lord Halifax, que fue virrey de la India, y uno de los artífices en Malinas para la unificación de las Iglesias. El político –que tenía un perro «monísimo» llamado GYP –«G de Gerona, Y de Yoga, P de Portugal»–, defendía al pobre animal con estas palabras, frente al clérigo Painter que era un integrista de tomo y lomo: «No sé si este animalillo tiene alma, pero dado que demuestra auténticos sentimientos de amor, pienso que GYP no puede morir del todo: tiene un futuro».
Esta teoría cristiana y condescendiente con el reino animal, lógicamente, nada tiene que ver con la ley animalista de Sánchez. Nada. Su plan es tan ambicioso y novedoso, que pretende crear un mundo nuevo para instalar en él a un reino animal nuevo e independiente del malvado hombre del campo cruel y sin alma. O sea, la ley Belarra como futuro que, curiosamente, parte de la definición que dio Platón del hombre: «ánimal implume bipes», un animal sin plumas con dos pies o patas. Lo más parecido a un pollo desplumado que ya en su tiempo provocó la hilaridad en el tendido.
Normal. Sin una buena teoría, la práctica difícilmente puede sostenerse. Una cosa es decir que los animales aventajan al hombre en oído, en vista, en gusto, en olfato, en tacto, en instinto y en supervivencia –como sucede en muchos casos–, y otra muy distinta que el hombre tenga que igualarse con el animal como sucede con la aplicación progresista de la educación a la baja, o con las leyes de género, de sedición o malversación. Que no, que no somos iguales ni en derechos ni en deberes ni en castigos ni en leyes ni en caldos jugositos de alimentación.
No vale humanizar al animal con la misma guinda que el Tito Berni quiere animalizar al hombre. Y ello porque, irremediablemente, el animal dejaría de existir. Aquí el problema sigue siendo el mismo de siempre: que los animales sean tratados como las peores bestias porque algunos políticos son más crueles que estas.