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LA LEY TRANS, aprobada definitivamente el jueves 16 en el Congreso –y desprovista de las bases científicas más elementales y de los argumentos empíricos más exigentes–, ha comenzado su controvertida y disparatada andadura. Así que justo ahora entramos en el hondón de las comprobaciones, de las rectificaciones y de los horrores. Esta resaca mareante ha llegado de inmediato en apenas unos días de rodaje.

Y es que se veía venir. El jueves pasado, ya anunciaba este periódico en portada, y más ampliamente y con todo detalle en las páginas interiores en La revista diaria –ver páginas 35 a la 37–, la primera denuncia de un caso irreversible, y de consecuencias dramáticas. Me refiero al de Susana Domínguez que, siendo adolescente, decidió cambiar de sexo, con el visto bueno de su psicólogo, que avaló su decisión con nula profesionalidad, pues confundió una depresión de la joven con un cambio de sexo.

Ahora mismo, justo tres años después de semejante hazaña –que no más–, la joven adolescente sostiene que fue timada en toda regla, y culpa, con toda la razón del mundo, a la sanidad pública de todas y cada una de sus múltiples amputaciones biológicas. El psicólogo –como si fuera un chico de bachillerato irresponsable y aturdido–, le responde a la pobre chica con el descargo profesional de un jeta que vive de lo trans a salto de mata: «me manipulaste llorando». Ni que fuera la inefable Rodríguez Pam.

De una chica adolescente, como mucho, no se le puede pedir otra cosa que aquello que escribía Góngora en descargo de una juventud que vive al trote: «¿De un pájaro qué firmeza, qué esperanza de un rapaz?». Pues eso. Pero de un psicólogo colegiado se le puede pedir, como mínimo, dos requisitos de rigor: que no se deje manipular por las lágrimas de una chiquilla, y que sepa distinguir entre autismo, depresión, y trans. Cuando todo anda ya manga por hombro –esperemos que el Colegio de psicólogos le suprima la licencia–, la chica aquí parece la única cuerda entre tantos estazadores –curtidores que se dedican a partir un cuerpo por la mitad– cuando concluye: entre todos «me arruinaron la vida». Incontestable.

Y con el caso práctico encima de la mesa de operaciones, veamos ahora qué hacen los políticos con las leyes en medio de un estado tan corrompido como el español. Pues crear leyes y más leyes. Exactamente lo que denuncia Tácito en sus Anales –concretamente en III, XXVII– con estas palabras precisas sin cortarse un pelo: «Corruptísima república plúrimae leges», o sea, que muchas son las leyes en un estado corrompido.

En la república corrupta de Sánchez, cada ley ideológica que son todas –Memoria Democrática, Sedición, Malversación, o la del Sólo sí es sí, por poner ejemplos– tiene su nido de corrupciones. La ley Trans es una de tantas leyes que hacen muy difícil la lógica de la vida, de los hechos que respaldan esa lógica, y del desarrollo de una convivencia racional. En esta ley –del latín «trans», y en referencia a algo que va de un lado a otro como lo opuesto a un significado original– todo parece reducirse a un tráfico congestionado, y a una verborrea centrada en la pérdida de conciencia para aprendices de la cátedra Harry Potter con una consigna mágica: sé tú, oh fantasía, lo que sientes que eres, y nada más.

Un auténtico dislate filosóficamente hablando, pues una cosa es ser y otra muy distinta sentir. Desde que se creó la democracia, Platón y Aristóteles ya precisaron esta capital diferencia que sienta las bases de una convivencia sin cavernas en 3d y sin transubstanciaciones vanguardistas que convierten el pan y el vino en el cuerpo y en la sangre de cualquier salvador. En la modernidad, tampoco Heidegger –lo vemos en su libro El ser y el tiempo– da opciones a esta demagogia ilusionante, pues dar entrada en la experiencia «al no ser en el mundo», renunciando a lo que realmente «se es» por un cosquilleo de fracaso anunciado, equivale, dice, a oficiar el entierro de «un cuerpo muerto (…) que llega a su fin». Estremecedor.

Solamente en una república en descomposición acelerada como la sanchuna –en donde los seres y el mundo no son más que la mera transustanciación de su voluntad política– puede ocurrir lo que ahora mismo acontece con la ley Trans: que la biología del género sea una entelequia, y que lo que uno siente ser, o sueña ser, se convierta en realidad.

Así, en un mismo día –y dependiendo de la dirección del viento o de los eslóganes ideológicos de la televisión–, a efectos legales, uno puede declararse sin limitaciones hombre o mujer, mujic o millonario, loco o cuerdo, posibilidad o realidad, verdugo o víctima, golpista o constitucionalista, ladrón o malversador, premio nobel o regidor de un prostíbulo, Napoleón o monja de la Caridad, okupa o propietario, sindicalista liberado o autónomo, el coño de la Bernarda o el cipote de Archidona. Si así lo sientes, Sánchez te respalda. Pero como decía Heidegger, tu riesgo será mortal porque «el concepto médico del éxitus no coincide para nada con la realidad de ser algo con un fin».

Estamos inmersos en eso que llamaba Lévinas «idolatría de estado». Y en esta tiranía ya no cuenta para nada lo que era incuestionable para Shakespeare en Hamlet: «ser o no ser». Ahora, esto se acabó. Lo esencial, como acaba de demostrarse en el último gran escándalo, protagonizado por el Tito Berni, la cuestión se dirime en una prostitución rampante: cama o no cama, to bed or not to bed, that is the question. Lo demás se reduce a homologaciones transversales, a hormonaciones y cirugías, al pim Pam pum de una ley de Estado que determina lo que tú has querido ser aunque te arrepientas al día siguiente.