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¡Guau!, ya tenemos aprobada la ley de bienestar animal. Desde las portavocías progres se escuchan, intensos y reiterados, los ladridos de orgullo y compulsiva satisfacción. Aunque, eso sí, huyeron de la jauría normativa los perros de caza. Se lo reprochan muchos de los que viven del postureo animalista ultra. Esos que, en su deriva antiespecista, sitúan en un mismo plano lo humano y lo perruno. Lo que en realidad supone primar lo irracional, pues en todo caso los cánidos no son sujetos pasivos en lo tributario.

Esas corrientes más extremas comienzan a formar rehala con las nuevas cohortes de legionarios mascotistas, lo que supone la suma de debutantes elementos a las doctrinas que se impulsan desde algunos lobbys que fomentan, con gran éxito, la domesticación de mentes y conductas. Piensos nutritivos para cerebros con collar.

Al parecer otorgar bienestar no es incompatible con la anulación de los instintos más potentes y vigorizantes. Como toda norma que procede de pesadillas totalitarias se imponen las clasificaciones y los protocolos de liberación de desechos y deformidades. La castración encabestrante para los perros sin afiliación, sin carné de perro de partido. Perros de nadie, que no podrán de dejarse llevar por el impulso placentero. Se tendrán que conformar con otros placeres, como ver la televisión de Roures y Canal Red.

La perspectiva no anima mucho al uso de la razón en cabal postura. Las leyes son un paseo por el valleinclanesco callejón del Gato, un muestrario de deformidades con sello parlamentario. Mientras la podemia se opone a que Ucrania se defienda de Rusia (qué nostalgias de politburó), favoreciendo la muerte de miles de soldados y civiles, se pavonea de mecer en su sectaria cuna normas que cada vez más sitúan a la persona en la caseta del perro. Como mascota de sus ideologías resentidas.

El respeto a los animales no depende de que sean sujeto de derechos, sino de la obligación de las personas de no maltratar.