El galimatías del agua
El galimatías del agua ya es el tajo-maneje de Pedro Sánchez. Todo un caudal benéfico que cae del cielo sin distinciones de ricos o pobres, buenos o malos. Pero, ay, una fortuna que, en cuanto llega a la tierra para fertilizar las cosechas, apagar la sed de los hombres, o convertir las horribles sequedades en un paraíso habitable, algunos políticos convierten en castigo como en el diluvio de Noé: «Voy a exterminar al hombre que creé de sobre la faz de la tierra; y con el hombre, a los ganados, reptiles y hasta las aves del cielo», Génesis 6,7. Con este estribillo apocalíptico se ha quedado Sánchez para la aplicación del Plan Hidrológico Nacional, que en el 2005 entró por Moncloa como una repartición justa de las aguas, y que ahora sale de ella como el justo castigo que unas comunidades pueden ejercer sobre otras por el mero hecho de que algunos ríos pasen por su pueblo y se hagan propietarios de algo que, accidentalmente, pasa por ahí como posible usufructo, pero que no les pertenece como bien perpetuo que busca su mar. El castigo de Sánchez con el trasvase Tajo-Segura se ha visto desbordado con la manifestación del miércoles ante el Ministerio de Transición Ecológica, en la que hasta los suyos –los gobernados por Ximo Puig– han clamado al unísono con una rama de olivo: escúchanos, Sánchez, pues si no nos mandas agua pereceremos. Inocentes, ¿quién les habrá dicho que Sánchez pretende salvarlos? Lo pregunto porque en Castilla y León tenemos buena experiencia de esto. Las históricas y literarias aguas del Duero, que es un río caudaloso y más castellano que el Cid, en la práctica ya no son aguas de dicha y regadío, sino un castigo. Usarlas con fines agrícolas cuesta a los castellanos y leoneses un riñón. Sólo parecen aguas con un dueño y destino finalista: la Moncloa, Portugal y la mar océana.