Tiranía del consenso
SE MASCA en el ambiente. Algo decisivo va a ocurrir este lunes. Mi psicólogo comunica en todo momento, lo que quiere decir que ha descolgado el teléfono porque está saturado. Mi santa en casa no deja de recibir llamadas, que hace tiempo no recibía, como si alguien necesitara su adhesión inquebrantable como en tiempos de Franco. Mis amigos políticos de izquierda y de derecha me rehúyen por sistema como si fueran perdices sitiadas que en media hora ya están peladas y asadas.
La única que me planta cara, como siempre, es mi vecina Carmina que, si no entiende algo, pide explicaciones. Si éstas no le satisfacen, me manda a paseo como se hace en La Celestina: «A otro perro con ese hueso. No es para mí esa dilación. Aquí quiero ver si decir y hacer comen juntos a tu mesa». Agitando El Mundo del viernes por la página 21 –concretamente el artículo de César Antonio Molina «Nosotros los sediciosos»–, me soltó: tú serás un sedicioso como este señor, ¿no? Y contesté: Lo soy, y en los términos exactos que describe aquí el señor Molina. Fin del interrogatorio.
Y ahora mi explicación. El diccionario llama sedicioso a quien «promueve una sedición o toma parte en ella». Y para aclarar las cosas nos remite al sustantivo sedición que se aplica al «alzamiento colectivo y violento contra la autoridad y el orden público». Mi sedición no cuadra con este tipo de algarada y metralleta. Soy lo que siempre he sido: un producto típico de la Transición. Es decir, un antifranquista de mayo del 68 que luchó por la democracia y la Constitución sin militar jamás en partido político alguno, y con los medios pacíficos y limitadísimos que tenía un profesor de Instituto en Tierra de Campos. En suma, lo que despectivamente llamaba Sartre un «débutant» o un principiante en los asuntos de la vida.
Razón por la cual, y basado en el principio de arraigo que tiene Cervantes de la libertad –«libre nací, y en libertad me fundo», escribía–, apeé al impostor, que fue Sartre, de mis admiraciones, y me pasé a los sediciosos. Nada más lógico. Por las noches, sin Simone de Beauvoir, Jean-Paul parecía un ácrata de lavandería, pero por las mañanas, en sus artículos de agitación, era como la exhalación del cadáver de Stalin con bota totalitaria y gulag incluido. Así que, repito, me pasé, dialéctica y anímicamente hablando, al bando de los sediciosos.
Ahora, con más años que Matusalén, aquí sigo en lo misma realidad empírica que aprendí de mi maestro Jorge Guillén: «La libertad ajena necesito». Y más en este momento preciso en el que el señor Sánchez ha traicionado todos los valores humanistas y democráticos del PSOE que voté. Su ruptura constitucional y de corte guerracivilista me repugnan y me resultan tan insufribles como señala Gracián en El Criticón: no son más que un «juego de manos, obra de gran sutileza, muy de su gusto y genio, toda tropelía». Así que, señores, un poco de respeto por las canas: a este viejo olmo y sedicioso no le pidan que dé peras.
Llevo 30 años como columnista sedicioso sin tragar con el gansterismo y la tiranía pistolera de ETA, denunciando sus totalitarismos vomitivos, sus crímenes abyectos, y sus métodos de exterminio nazis-comunistoides-bolivarianos. Razón fundante: no son equiparables la víctima con el verdugo, el tiro en la nunca con la democracia, la razón con la tiranía, y la humanidad con la bruticie.
Los mismos años –30– llevo denunciando el apartheid sostenible del separatismo catalán, alimentado por gobiernos socialistas y estúpidamente tolerados por los gobiernos del PP. En estos momentos –¿nos traicionará hoy el Tribunal Constitucional?–, la democracia española no es más que la receta vacía de un progresismo sectario. Con el autócrata Sánchez han quedado abolidas la sedición, la malversación o el «latrocinio constituido» que decía Cicerón, y el equilibrio de poderes como garantes del Estado de Derecho. La okupación Frankensteiniana a troche y moche campa por la España eterna como en un cuartel prusiano.
¿Y cómo ha sido posible este golpe de aforados? Muy sencillo: con la aplicación de lo que certeramente denomina el profesor Dalmacio Negro como «Tiranía del consenso». Es decir, en consensuar hasta la idiotez del diálogo lo que en un estado de derecho no puede ser consensuado ni permitido. Dalmacio lo concreta «en la falsificación del consenso social presentándolo como consenso político: el de la sociedad política, como si ésta fuera la sociedad total». O sea, una dictadura consensuada hasta llegar al consenso perfecto de una servidumbre populista. Es en lo que estamos.
El pueblo español –cegado por el social-comunismo como en un advenimiento navideño– no es más que una perfecta comparsa. Nuestro papel en estos momentos se reduce a discutir si lo que vemos son galgos, podencos o caniches. Pero no se preocupe. Después de las Navidades llegará la cuesta de enero como el resultado final de una progresión vacía inventada por un tirano llamado Sánchez. Así que sí, Carmina, no me queda más remedio que pertenecer a esa clase de sediciosos que no tragan ninguna dictadura consensuada ni zurda ni siniestra.