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A un amigo  –conocidísimo en Valladolid y en más de medio mundo– le han okupado la vivienda dos veces, y además sin darse cuenta. Viaja mucho por los imponderables del trabajo y, cuando vuelve al dulce hogar, no le queda más remedio que pasar por el Campo Grande y dejar el equipaje en la caseta de las palomas mensajeras con los permisos reglamentarios por la consigna: «Nada, que me han cogío el tranquillo», dice resignado.  Evito los detalles porque no quiero dar pistas, no sea que se la vuelvan a okupar por tercera vez y se quede sin derecho a reclamar lo que es de su propiedad, como ya le han sugerido algunas fuentes jurídicas. Y es que, desde que Sánchez ha convertido la okupación en un dignísimo derecho a la vivienda, ya no sirve para nada que tengas cuidadito con lo que haces ni que no te fíes para nada de las aves rapaces. Sencillamente, vas de culo. Cuando uno tropieza en su vida con un okupa que se dé por jodido porque esa okupación lleva consigo una oportunidad única con doble dirección: para el propietario que se queda sin vivienda, en la ruina, y por ley ha de pagar al okupa el hospedaje y la manutención del inmueble como un gilipuertas; y para el okupa  que, sin dar golpe, le ha tocado la lotería simplemente con presentar un ticket revenido de una piza de queso Mercadonensis. Así que uno oye por televisión lo que dicen algunos jueces al respecto, y la panzada a reír es tan ostentórea –en boca de Jesús Gil– que parece escuchamos a Confucio hace 550 años antes de Cristo en uno de sus pensamientos más profundos: «Leer sin meditar es una okupación inútil». Y tanto. Hasta que al okupa no le des una patada en el trasero como Dios manda, o empiece a okupar las casas de jueces y políticos que son las mejores, no hay nada que hacer en la España okupada: que las okupen, que las okupen y que pague el propietario.