Indiferencia letal por la vida
Va por David Hernández, el joven de 18 años vilmente asesinado en Laguna de Duero hace ahora dos años. Al leer el reportaje del lunes, de A. Calvo, siento indignación, rabia, decepción, pena. Veo ahí la foto de David en su juventud truncada, con una sonrisa de vitalidad ilimitada y sin reservas, con unos ojos abiertos de par en par al mundo como los balcones en primavera, y se me revuelven las tripas.
Mi corazón y mi mente generan acusaciones en tromba, pues el caso sin resolver de este joven refleja, en primer término, una ineptitud generalizada por parte de las instituciones públicas, de las instancias judiciales, de los cuerpos de seguridad, y por parte de una sociedad que está ya tan corrompida e insensible como sus instituciones públicas.
Su caso demuestra la indiferencia letal por la vida y por los derechos que deberían asistir a todos los españoles. Pero no. En ciertos sucesos se pone toda la carne en el asador, no se escatiman medios, y se resuelven con la prisa del telediario. No en la tragedia de David Hernández donde todo se tapa, se solapa, se hecha tierra por encima, se inventan excusas, y se hace de la ineptitud, de la desidia, de la injusticia, y de la inhumanidad, una categoría aceptable.
Su caso demuestra que lo normal –David era un joven normal– entra de lleno en la consideración de víctima sin los derechos que –con toda justicia– amparan, por ejemplo, los delitos de violencia de género o a los niñatos que tienen patente de corso para asesinar. Ser víctima en España, como David, es igual que entrar en el infierno de Dante: «Perded toda esperanza, vosotros los que entráis aquí». Pues no. La muerte de David, a pesar de la incuria de unos y de otros, y de la inquina de sus asesinos, ha de tener una esperanza justa para los vivos, y el derecho para las víctimas de vivir su eternidad entre flores.