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EL AMOR ES lo más delicado y complejo de todo el universo y digo esto en el momento en que el ser humano llega otra vez a Marte. Llega dispuesto a estudiar la composición de ese planeta rojo, pero, sobre todo, llega esperanzado, porque desea encontrar un mínimo vestigio de vida antepasada. Los seres humanos necesitamos no estar solos en el vasto universo que persuade las noches estrelladas y atildo en esta noche aquel conjuro que denota que somos un silencio testarudo e incipiente, que no ofrece respuestas; ya que a pesar de todas las señales que enviamos al extenso infinito de los astros, nadie nos dice nada. No quieren saber nada de nosotros o se hospeda el vacío en el periplo de todas las galaxias. El planeta rojo nos ofrece paisajes terrenales, muy parecidos a los que ya habíamos visto en este mundo labrado por los hombres, y eso quiere decir, seguramente, que somos un compendio que erosiona, de modo parecido a como lo hacen las demás tempestades: el viento huracanado, los ciclones, los torbellinos y todas esas otras que llamamos desastres naturales. Y es que, cada uno de nosotros, somos también naturaleza que, al vagar por sus mundos, ofrece la hecatombe. El ser humano, ya antes de los ciclos de su historia - mucho antes de saber anotar que ya era el hombre - fue capaz de exterminar un gran número de especies y hoy seguimos diezmando este universo, esta mota de polvo de infinitos que hemos llamado Tierra, pero nadie la nombra en el vacío. Esa, quizá sea solo una de las diversas razones por las que los seres humanos escudriñamos en Marte, pues deseamos saber si somos capaces de ajustarlo a la vida como nosotros la entendemos, de dotarlo de oxígeno y de agua para poder hurgar en sus recodos y explotar sus recursos naturales. No tenemos remedio, pues todo lo hilvanamos al antojo de nuestra propia especie. Por eso, cuando nuestros congéneres penetran en la selva del Amazonas o en las selvas de África y de Asia ansían devastarlas, con todas las biosferas que contienen. Somos la percepción de un silogismo que no fecunda nada. No hay dios que nos entienda. Y a pesar de que el amor sea lo más delicado y más complejo que ha creado la nada, o ese Dios que concilia los destinos del Big Bang que fue inicio de las cosas. Este mundo contiene sedimento de inquietudes antiguas: la emoción de un abrazo, la textura del rito que acaricia tus manos con ternura, la mirada espaciosa que cobija los ojos que hay enfrente, las lágrimas que mecen las mejillas… Aquel tejido viejo que hizo al hombre ya no siente albedríos, pervive amancebado en los meandros de los ríos fangosos. Por eso deseamos ir a Marte, morir en sus desiertos, convocar soledades que perduren en noches que han de ser más estrelladas.