De Ponferrada a Ciudad del Cabo
David Díaz recorrió África de norte a sur en bicicleta en una experiencia inolvidable y que no dudaría en repetir. Su aventura le llevó a conocer gente de veinte países, de los que destaca su hospitalidad y solidaridad. 16.500 kilómetros de descubrimiento y aprendizaje.
Desde que David Livingstone se convirtiera en el primer europeo en cruzar el continente africano en 1856, muchos viajeros han sucumbido ante la fascinación que África sigue produciendo. Casi dos siglos después, otro David ha seguido su estela y la de los antiguos marinos que salían de Portugal dispuestos a recorrer desde el mar África occidental, solo que él lo ha hecho en bicicleta y desde un poco más al norte, concretamente desde el ponferradino barrio de Cuatrovientos. De ahí a Oporto y luego siguiendo por la costa, primero hasta el Estrecho de Gibraltar y ya en tierras africanas de Marruecos a Sudáfrica.
El 12 de octubre de 2018 comenzaba la aventura de este joven arquitecto técnico (acaba de cumplir 30 años) que le llevó a recorrer 20 países y pedalear 16.500 kilómetros entre Ponferrada y Ciudad del Cabo, a donde llegó el 20 de enero de 2020.
Han sido 15 meses muy intensos y llenos de anécdotas que han colmado las expectativas que se planteaba David Díaz Castro cuando decidió poner en marcha una idea que le rondaba desde su época de Erasmus en Italia y posteriormente a su regreso a España: un viaje, nada “turístico”, de descubrimiento y conocimiento de un continente que desde siempre le atraía.
Tras terminar la carrera y un tiempo trabajando para ahorrar (de camarero y en una empresa familiar de carpintería de aluminio) llegó el momento de emprender la aventura sobre una bicicleta que ya había recorrido mucho –un vehículo de 20 años, que antes fue de su padre- pero nunca en terrenos tan diferentes. «No me preparé mucho la verdad, ni siquiera soy deportista», asegura.
Le bastó con consultar algunos blogs y grupos de cicloturistas y viajeros, preparar un equipaje ligero – «me sobró mucha ropa, porque salvo para cruzar el Alto Atlas, que coincidió en invierno y con nieve, no tuve que usar apenas prendas de abrigo»; reunir un buen botiquín, con la ayuda de una prima enfermera, con remedios para hacer frente a cualquier emergencia; y completar con elementos básicos: una tienda, un hornillo, batería solar para el móvil y herramientas, «monté y desmonté la bici antes de salir y llevaba lo necesario para hacerlo de nuevo si hacía falta, pero con alambres, alguna llave y parches para los pinchazos, no hace falta mucho más». Con 5 alforjas impermeables y mucha ilusión arrancó a pedalear.
Hospitalidad sin límites
Empezaba una experiencia con jornadas siempre diferentes, incluso en la distancia recorrida, desde una etapa de 172 kilómetros en el Sáhara –con muy buenas condiciones y viento a favor- a otras de apenas 25, a veces en terrenos casi impracticables. Pero la media era de 70-80 kilómetros diarios.
Claro que a veces la lentitud en el avance era fruto de otros motivos, porque ya en Marruecos David descubrió algo que marcaría su experiencia: la hospitalidad.
Por eso tuvo tardó tanto en llegar a Toutline (Marruecos): «Recorría 30 km al día, porque la hospitalidad aquí se escribe con mayúsculas y toda la gente que me encontraba por el camino me invitaba a té, que se convertía en una comida, un tajín, un cuscús, un quédate a dormir… y te quedabas varios días».
Ahí paró casi una semana, con una vida social increíble. Y la tónica se repetiría en todo el continente. En Souk El Arbaa en un mismo día estuvo invitado a comer cuscús en dos casas distintas a la misma hora. En Casablanca iba a dormir con un amigo, pero no le localizaba por teléfono y se confundió de dirección al tratar de llegar a su casa. Preguntó a un chico que se interesó por su historia y le hizo cambiar de planes: «No te preocupes David, si no te contesta, duermes en mi casa»; esa noche acabó jugando al parchís y compartiendo alojamiento con nuevos amigos: dos senegaleses y un marroquí.
Dormir al aire libre en un territorio con muy poca contaminación lumínica, ha sido uno de los placeres del viaje. «Las noches en el desierto son increíbles. Duermes mirando a las estrellas y es una experiencia única», recuerda.
Pero según avanzaba y aumentaba la vegetación era más difícil encontrar dónde acampar, entonces «solo tenía que parar en el primer pueblo o aldea y pedir un lugar donde poner mi tienda y pasar la noche»(sobre todo entre Senegal y Angola).
Pronto aprendió las normas sociales que le facilitarían la vida: «Lo primero que haces es preguntar por el jefe del pueblo, le saludas, le explicas tu situación y le pides su protección mientras estés allí y, si es posible, darte un baño». La mayoría de las veces le ofrecían «una cama, comida, agua para ducharme… pero nunca un ‘no’». Y es que en África a la reiterada hospitalidad se suma la costumbre de atender a los viajeros, normal entre una población de larga tradición nómada, probablemente uno de los motivos que facilitaban la buena acogida a David porque ¿no es nómada un ciclista que recorre a ritmo lento el continente?.
Disentería y malaria
A pesar de partir con todas las vacunas preceptivas, en 15 meses era casi imposible escapar a algún problema de salud . Y el más importante lo sufrió pronto: una disentería por comer pescado secado al sol - «aprendí que tenía que comer todo cocinado», reconoce-, que se complicó con hemorroides, y encima en el Sáhara, mal lugar para encontrar asistencia médica.
Por eso entre Nuakchot ( Mauritania ) y Saint-Louis ( Senegal ) David pasó 5 días sufriendo, sin ser capaz de comer nada, con una bici que pesaba 70 kg. «En esos momentos tu cabeza pone el automático y solo piensa en aguantar hasta llegar al hospital, a pesar de la mala carretera, a veces solo de arena y tenía que bajarme a empujar la bici… menos mal que era en diciembre-enero y no hacía tanto calor, pero fue muy duro», asegura. Llegó tan mal que se derrumbó nada más entrar en el centro médico.
El tratamiento no hacía efecto, a pesar de repetirlo, y parecía que no podía avanzar más. Era el momento idóneo para usar un recurso que fue la única condición que le pusieron sus padres: llevar un seguro de asistencia . Y valió la pena, porque le gestionaron el ingreso en una clínica en la que pasó dos semanas y luego otros 15 días de convalecencia en un hotel antes de poder continuar. A pesar de la enfermedad, el recuerdo que guarda tiene mucho de positivo por el trato que le bridaron todos: sanitarios, pacientes…, incluso el vigilante del hospital le guardó la bici hasta que pudo retomar la ruta.
Meses más tarde volvió al hospital, en esta ocasión pasó 3 días ingresado en Abijan ( Costa de Marfil ) por malaria . Pero, al margen de estos dos incidentes y una caída en Namibia, nada grave pero de la que se resintió unos días, David disfrutó de buena salud.
Incluso la bici sufrió poco: solo algún pinchazo y dos pequeñas roturas, que se solucionaron con la ayuda de los nativos. «Llegué a Boké ( Guinea Conakry) tras recorrer 25-30 kilómetros de tierra con una pieza que sujetaba el portabultos al cuadro de la bicicleta rota. Le hice un apaño y en el pueblo me la soldaron. Encima no me querían cobrar». Otra característica que se encontró en abundancia:
«África es muy generosa, las buenas acciones son frecuentes».
Control policial y visados
Sin graves problemas de salud, sin accidentes… y sin peligro, David asegura que en ningún momento sintió miedo ni corrió grandes riesgos. Nunca intentaron robarle, no tuvo encuentros con animales peligrosos… «en el norte de Namibia atravesé una zona de leones y elefantes, pero no llegué a verlos».
Ni siquiera cuando atravesó zonas de conflicto sintió que peligraba su integridad. Al revés, en un poblado en el que en un primer momento le invitaron a pernoctar, tuvieron luego reparos ante la presencia de un extranjero.
«Se reunieron y les oí hablar, aunque no entendía lo que decían sí que reconocí una expresión ‘Boko Haram’ y al rato me dijeron que no me podría quedar (…) Tuve que explicar que era español, enseñar el pasaporte, para que vieran que no era un terrorista local… Al final me acogieron e incluso querían que pasase con ellos varios días».
Las páginas llenas de exóticos sellos de su pasaporte fueron su salvoconducto en esta ocasión. Pero esas ‘huellas’ oficiales representaron las mayores dificultades con las que se encontró: abundantes controles policiales y aduaneros y los visados (en los que se gastó la mayor partida de su presupuesto: 1.500 euros de los 5.000 que necesitó para todo el viaje).
Obtener un visado en África no siempre es fácil. Para Nigeria por ejemplo, uno de los más difíciles, tuvo que pedirlo «5 países antes y no despistarme con el tiempo, porque era por tres meses y tenía que llegar y salir de Nigeria antes de que expirase ese plazo». Y no fue posible entrar por carretera a Guinea Ecuatorial: al llegar a la frontera tuvo que retroceder para ¡coger un avión!. «Los visados son un auténtico quebradero de cabeza. Hay que inventarse muchas cosas, caerle bien al funcionario de turno… y yo tuve suerte, porque me tocaron muchas mujeres que me veían como un hijo».
También se encontró con muchos controles policiales en los que al ver que era europeo le registraban las alforjas, le pedían mil documentos… « muchas trabas , pero yo nunca he querido colaborar en la corrupción que a veces impregna la zona, por eso nunca he querido recurrir a usar el dinero para superar esos controles».
La mujer, motor de África
«El motor de África es la mujer», asegura, y relata que son las que más trabajan y lo hacen siempre sonriendo. «Ves muchas injusticias . Ellas son las primeras en darte la bienvenida, las que llevan todo el peso de sus familias. Nada más salir el sol oyes el sonido de los golpes que hacen al amasar, y luego van a por leña, barren, cuidan a los niños, cultivan el campo, cocinan, van a vender su comida o lo que han cosechado, atienden al ganado…, pero siempre con un papel secundario y no reconocido».
David sigue desgranando recuerdos: las sonrisas, los colores, los sonidos… sobre todo en las ciudades, que son caóticas y ruidosas, pero con mucha música, «a la 6 de la mañana donde hay un enchufe ponen la música a tope». Ritmos africanos «muy bailongos y alegres», aunque también se oyen otros temas, como el «Aserejé, que escuché muchas veces». Eso sí, siempre en el ambiente local, porque no quiso «ir a discotecas o a lugares de reunión de europeos, quería convivir con los habitantes de los países por los que pasaba».
Fuera de las ciudades los sonidos son otros: el golpeo de las mujeres amasando, o el rascar de las escobas al barrer el suelo de tierra, las voces de los niños, jugando, riendo, cantando... «Niños, porque las niñas desde muy pequeñas las educan para cuidar a sus hermanos, barrer, ir a por leña… se les corta mucho antes la infancia» recalca. Y también sonidos de animales en la selva, sobre todo pájaros y monos «siempre saltando y gritando, tanto que a veces te ponían un poco los nervios de punta».
Mientras va rememorando no puede evitar coger el teléfono y enseñar alguna foto –tiene 100 Gb de imágenes - o repasar algún mensaje de toda la gente que conoció: otros viajeros (sí, África está llena de aventureros que la recorren de Norte a Sur, en bici, en moto, en coche…), habitantes de los lugares en los que paró… «Este es un pastor que me ayudó a conseguir un visado, éste es un taxista que me llevó a dormir a su casa», de Camerún, Nigeria, Costa de Marfil… que le preguntan cómo le va, dónde está. Vínculos forjados en unas circunstancias intensas y a ritmo más pausado, más centrado en la persona que tienes enfrente.
Beber de un río seco
El agua fue, sin duda, el recurso más valioso que necesitó. Tan necesaria y tan difícil de encontrar a veces. «En el sur de Angola pasé por una zona que llevaba varios años de sequía y a lo mejor bebía 15 litros de agua al día. Imagínate llevar tanta agua y comida porque no sabía dónde encontraría para reponer: 90 kilos de peso con la bici. Estuve dos semanas comiendo espaguetis con cebolla –otro de los aprendizajes fue lo bien que se conserva la cebolla-. Fue muy duro».
Y difícil es cuando te dicen que «tienes ahí un río y solo ves arena. Se coge el agua de los ríos secos. Hay que escarbar , a veces hasta dos metros, y cuando bebes un trago es como dar un beso a una vaca».
Agua como la del Níger, que cruzó varias veces. La primera, cuando era un riachuelo, en Guinea Conakry. La última, una corriente caudalosa en Nigeria, cerca de la desembocadura. O como los ríos que tuvo que atravesar en canoa, o en los que aprendió a pescar.
Porque durante su odisea también aprendió mucho : a recoger miel, cocinar en brasas, hacer té, pescar… y atreverse a comer la «carne de bosque», guisos que abundan en los puestos callejeros «son de rata, puerco espín, pequeños roedores… seguro que he comido mono sin saberlo y una vez comí gato de selva». Con lo que no se atrevió fue con los insectos. «El jefe de un pueblo me ofreció una vez. Él los sacaba del bolsillo, les quitaba la cabeza y se los comía como golosinas. Creo que estaban vivos, pero no quise probarlos».
Durante esos 15 meses vivió nacimientos, bodas, entierros… ceremonias a los que fue invitado. Y también días de elecciones en varios lugares, como en Dakar , donde se encontró con que no podía cruzar la frontera a Guinea Bissau porque al ser jornada electoral, estaba cerrada.
Para hacerse entender, recurrió al «idioma colonial» de cada país: francés la mayoría del tiempo; inglés en Ghana, Nigeria, Namibia y Sudáfrica; portugués en Angola y Guinea Bissau y español en Guinea Ecuatorial. Pero entenderse fue fácil porque los nativos hablan 5 o 6 idiomas, «el colonial, el local, el de al lado…».
Oyó como le llamaban de mil formas, las variantes para definir al « blanquito » y que habitualmente le coreaban los niños: toubab, fote, toubago, branco, uni, portu, blanc… Los pequeños normalmente le recibían con alegría, danzas y canciones, pero en alguna ocasión también huyendo, poco acostumbrados a ver llegar un blanco a su territorio.
Convivió con muchas tribus: mucubais, muhimbas, mucorocas, mundimbas… y los Baka, o pigmeos, en Camerún, a los que tanto quería conocer. «Es una pasada atravesar solo y en bici esa gran mancha verde que aparece en el centro de África cuando lo miras por el Google Earth y llegar a Bifolon y por fin conocer a los Baka ».Con ellos se adentró en la selva a recolectar alimentos.
Por eso está dispuesto a volver, incluso a vivir un tiempo en el continente africano, quién sabe si trabajando como arquitecto técnico. O a emprender una nueva aventura, recorriendo en bicicleta Sudamérica. «No es tan difícil, solo hay que querer hacerlo », concluye.