El Viejo Coso y yo
Muchas mañanas, y algunas tardes, cuando el cuerpo me pide reposo y la mente me ofrece su blancor como nido de fantasías o ensoñaciones, me voy al Coso; esto es, al Viejo Coso de Valladolid, el lugar en que mi gente paisana pudo ver, por vez primera, cómo era, cómo se desarrollaba “formalmente” una corrida de toros en recinto cerrado dentro del bullicioso meollo urbano de la ciudad que, en tiempos lejanos, fuera Corte de las Españas. Ya eran historia los remedos de talanqueras, maderos y tablados, proclives a derrumbes frecuentes, que provocaban un luctuoso victimario, bien ajeno a los cuernos del ganado de lidia, y la Plaza Mayor, porticada y bellísima, taurinamente hablando, era pura prehistoria. Puede que ese fuera el detonante que impulsara a dos taurófilos vallisoletanos, Eugenio Espinosa y Pedro Deza, a meterse en el berenjenal de construir una plaza de toros, al modo que iba tomando carta de naturaleza en algunas ciudades españolas de notable rango: sobre la base de un espacio poligonal, a partir del cual, se fueran apoyando crujìas, columnatas y forjados para levantar el singular edificio de una plaza de toros. La madera y la cerrajería de hierro para palcos y gradas cubiertas, para el tendido (breve, eso sí), la piedra de Campaspero, y todo ello apoyado en un gran muro de carga octogonal. En principio, parece ser que hubo burladeros (ocho, pues) para tapar los ángulos obtusos del polígono, evitar malquerencias de los toros y servir de refugio a los toreros, pero algunas imágenes (de las poquísimas que existen) ofrecen un contorno de barrera continuada. Todo esto ocurría en los tres primeros años del tercer decenio del siglo XIX, cuando la fiesta de los toros acababa de estrenar en Sevilla la primera Escuela de Tauromaquia, el rey Fernando VII comprado en Utrera la ganadería de reses bravas de Vicente José Vázquez, para llevársela a los prados de la Real Vacada de Toledo, y España, toda, se debatía en la zozobra de guerras intestinas, intrigas palaciegas y conspiraciones golpistas. A todos los niveles, aquellos años debieron ser tremendamente duros de vivir, en un país que fusilaba al general Torrijos en la playa de Málaga, colgaba del cuello a Mariana Pineda por bordar una bandera con signo contrarios al poder dominante, y se ufanaba de que, años atrás, un tal José Ulloa, apodado Tragabuches, gitano y torero, rebanara el cuello del amante de su bella mujer y se enrolara en la cuadrilla bandolera de los Siete Niños de Écija. Sea como fueran las cosas y los cosos de aquella época, lo mío es echarle un pulso a la imaginación y acercarme al Viejo Coso que aún dormita junto al palacio de Fabio Nelli, al que acudían las gentes de Valladolid a ver corridas de toros. Los hombres a valorar riesgos y temeridades de los toreros ante feroces astados cimarrones, duros de patas y amplios de cuernos; las mujeres a lucir palmito y entornar miradas concupiscentes sobre la contera del ribete de un abanico. Y afuera, el rumor que los toros dejaron en su viaje hasta la calle de San Quirce, donde debieron estar instalados corrales y toriles. Me hago a la idea de ver al El Salamanquino, con su verruga junto a la nariz, tratando de estoquear a un duro toro castellano, o al mismísimo Paquiro impartiendo una clase de toreo magistral o a Curro Cúchares, El Chiclanero, El Tato, El Gordito… ¡qué sé yo! , haciendo virguerías con capas, garapullos o muletas y recetando espadazos sin puntilla. A veces soy yo mismo el que torea sibilinamente mientras pasea, mirando de reojo, por si alguien se percata de mi condición de orate trasnochado. Entonces, me acomodo de cualquier forma y cierro los ojos, junto al imponente tejo que destaca sobre la fronda verde que ha crecido en el lugar que fue pequeño ruedo (menos de 40 metros de diámetro: un ”guá”), dejando discurrir tardes de toros sin solución de continuidad. También a veces pienso que me paso de frenada, porque creo haber llegado a sentir por el Viejo Coso lo que Juan Ramón sentía por el burrito Platero: un amor secreto, tan grande como inconcreto, difícilmente explicable. Tan es así, que –me temo-- he podido hacer de una valiosa reliquia de la historia de Valladolid, cosa propia. Llévenme preso, por favor.