El incendio de la Sierra de la Culebra, un año después
Nelly, el Ave Fénix de la Sierra de la Culebra
La mujer a la que se le quemó la casa recién comprada en Otero de Bodas la reconstruye poco a poco. Igual que la zona sin sustento de pinos, boletus ni castaños / Resignación en el ambiente, camiones cargados de madera quemada, recuerdos a diario de lo ocurrido y valoraciones muy distintas sobre las administraciones según la suerte de cada uno
Ha pasado un año desde que las llamas los expulsaran de casa, el humo rojo lo cubriera todo y el fuego arrasara montes, pinares y futuro, y en media hora la Sierra de la Culebra expele 12 camiones cargados con madera quemada . El camino hasta la casa de Nelly, en el zamorano Otero de bodas , está erosionado y repleto de baches por el trajín constante de vehículos pesados para retirar los troncos ennegrecidos. Esa es la principal actividad que se ve en la Culebra 365 días después de aquel fatídico suceso medioambiental del que aún trata de reponerse. El paisaje ya no es tan lúgubre como lo dejó el segundo mayor incendio de la historia de Castilla y León, pero tampoco lo colorido que era antes de ese caluroso 15 de junio de 2022 cuando comenzó un fuego que terminaría calcinando 29.650 hectáreas. Apenas un mes más tarde, y cuando Zamora no se había recuperado de aquella tragedia vivió otra, a pocos kilómetros, de dimensiones humanas aún mayores: el incendio de Losacio por el que murieron cuatro personas.
Una marca rosa alrededor de unos troncos de robles chamuscados, porque se acabó la pintura roja y blanca, indican que ahí no hay que cortar. Pueden regenerarse por sí mismos. La copa está sana y esos pocos se libran del tajazo.
La historia de Nelly trascendió Zamora cuando el presidente Pedro Sánchez en su visita a la zona afectada le dio un beso mientras a ella se le escapaban lágrimas. A punto de cumplir los 70, esta mujer muestra el mismo ímpetu que un año atrás. Afronta este verano más contenta que el anterior, aunque con más aplomo. El fuego quemó su casa a solo 15 días de haberla comprado, sin que llegara a estrenarla, y ella prometió que la reconstruiría. No sabía cómo, ni de dónde sacaría el dinero para reparar la vivienda que se convirtió, como ella, en símbolo de la voracidad del fuego y a la vez de la resistencia de sus vecinos ante esta amenaza.
El tejado se había derruido, sólo se veían cascotes y piedras tiznadas de negro, pero Nelly y su casa resurgen de las cenizas cual Ave Fénix. Esta semana no recibe en el salón de un domicilio que nunca ha ocupado y aún continúa en obras, pero sí señala con orgullo el tejado reconstruido. Ya está levantado. Como dijo. El hogar de Nelly va rearmándose. Igual que toda la Sierra de la Culebra, aunque ésta resignada y herida tras la pérdida de pinos, robles, boletus, castaños o panales de miel que se achicharraron en un monte en el que hoy solo brota el verde a los pies de árboles negros. Unos troncos y ramas que, pese a ese manto verdoso bajo sus pies, parecen una suerte de esculturas de una vida que fue.
Algunos permanecen frente a la fachada de Nelly. «Da pena ver árboles quemados, tendrían que quitar ese feo del pueblo», comenta esta mujer francesa de nacimiento, pero zamorana de acogida, mientras el cielo se arranca tímidamente a soltar unas gotas que entonces se hicieron de rogar. «Qué bien habrían venido cuando el incendio. Ahí sí que hacían falta», opina esta ganadera que quiere disfrutar de su jubilación en ‘su’ Sierra de la Culebra y que recuerda la zozobra de aquellos días tan inciertos.
Aunque hayan transcurrido tantas noches con sus días, sus recuerdos permanecen intactos y sus prioridades son las mismas que cuando tuvo que dejarlos atrás. A pesar de la rabia inicial, su mayor preocupación no respondía a la adquisición inmobiliaria en la que había planeado instalarse y disfrutar de la tranquilidad tras una vida trabajando, sino que su corazón se encogía por el medio centenar de cabras y el resto de animales que cuida. «El fuego todavía no había llegado. Estaba cerquita, en los pinares, se veía, por eso nos desalojaron de la nave corriendo. Había que dejar de comer a los animales. Lo pasé mal, más que por la casa, por si se me quemaban, como ha pasado en pueblos de por aquí. Horrible. Al día siguiente un amigo mío vino y me dijo: ‘La nave tuya no está quemada. Están los animales dentro, un poco asustados, porque tuvieron que pasar un calor terrible… Pero tu casa se quemó’. Madre mía. Me dieron la noticia. Pues sí, me dolió, pero la vida es así. Qué voy a hacer. Si se quemó, se quemó, hay que tomar las cosas así. Menos mal que mis perros, mis gatos, mis cabras aguantaron. Ha sido la mejor cosa. Lo siento más que por una casa porque la casa la volveré a construir y punto, pero los animales son lo que más quiero. Hay un Dios arriba que nos ayudó».
Ahora no tiene problemas de cobertura, pero en esas horas críticas su familia no conseguía localizarla. «Sufrieron hasta que pude contactar y le dije a mi sobrino ‘sí, estoy viva’» . En esas jornadas iniciales al shock generalizado se unían las dificultades de mantener con vida los rebaños, incluso cuando el incendio se dio por controlado y posteriormente apagado. Los vecinos se organizaron para traer piensos y forraje. También desde las administraciones provincial y autonómica. «A los dos meses vino la lluvia, reverdeció y al fin se pudo sacar los animales fuera». Una vez resuelto lo principal, Nelly pensó en la vivienda. Encargó que la limpiaran de escombros, pero la fortuna entonces le sonrió y resolvió la situación. «Llegó la buena noticia en octubre de que la Junta me daba ayudas para construírmela. Lo iba a hacer por mi cuenta, aunque muy poco a poco porque ya tengo una edad y no hay dinero para mucho. Pero me la van a dejar nueva de paquete, nueva, nueva. Sólo quedaron estas paredes» , y señala un muro en el que aún se lee ‘se vende’ porque el incendio fue tan repentino tras la compra que no le concedió tiempo ni siquiera para borrarlo.
Sobre el horizonte, Nelly, que vive principalmente de la pensión y se ayuda con lo que saca de sus cabras, cuenta que abril fue muy seco y se temía «otro año de calamidad para los ganaderos por la sequía». «Menos mal que ha caído agua y hay hierba para los animales porque el pienso también subió por la guerra de Ucrania», relata una mujer alojada en casa de un amigo, que descuenta los minutos para recuperar la tranquilidad total que el fuego le arrebató. «Estoy deseando instalarme porque lo de uno es de uno y quiero descansar en mi casa».
Sabe que su caso no es como el de los de la puerta de al lado. Que cada uno tiene su historia propia. «Aquí y en otros pueblos de cerca hay de todo. Cada uno lo toma y lo lleva como puede, hay gente que no ha recibido ayudas y por eso siguen puestos los carteles», apunta sobre varias pancartas colocadas en su misma calle que rezan: «‘Otero con la Sierra de la Culebra’, ‘Otero no se calla’ y ‘Zamora arde, la Junta responsable’».
A pocos metros de la casa en construcción de Nelly, en e l bar Olympia, el hostelero Pedro concreta en una palabra lo que entiende que se respira en la zona: «Resignación». «No queda otra que resignarse. La gente está quemada porque muchas ayudas para algunos no llegan o son mínimas, algunos alcaldes no las pidieron... y el ánimo está bajo porque sales y ves todo negro o desierto. Todavía no se sabe qué va a pasar, qué va a haber en lugar de lo que se quemó».
Al otro lado de la barra, el jubilado Olegario y el joven Guillermo hablan de ese incendio furibundo que no han olvidado: «Nos echaron del pueblo porque ya estaba aquí y cuando parecía que lo tenían aplacado se reavivó. Cada vez que pienso en ello me levanto cabreado por la falta de medios y de planificación, por cómo dejaron que pasara esto. El fuego ha sido la ruina para esta zona», opinan, y tienen su propia propuesta para tirar hacia delante: «Como no pongan molinos o paneles esto no se salva. La poca riqueza que había ya no está, los pinos. ¡Ay, los pinos!», exclaman mientras se fotografían bajo unas tierras que van recobrando color un año después.
Les saluda el octogenario Federico, para quien el ‘después’ de la catástrofe sigue haciéndosele cuesta arriba. «El ruido del tráfico de los camiones cargados de madera es insoportable», confiesa. En la misma acera vive Tina, que todavía continúa «recogiendo polvillo negro de las ventanas». «La vida sigue más o menos igual. Se va saliendo poco a poco, no han hecho mucha cosa. Acostumbrados a estar rodeados de verde, ves las montañas vacías y cuesta. Lo vas asimilando, pero el cambio es muy grande».
Aún con opiniones diferentes en algunos aspectos, todos coinciden en que el fantasma de Vulcano ya no amedrenta. Por la sencilla y terrible razón de que no queda monte por arder. «Qué se va a quemar si ya se ha quemado todo. Que más ya. La hierba, pero no es lo mismo. Había mucha maleza. Los montes están limpios y están más prevenidos, no nos puede entrar otra vez», exponen unos y otros.
Y aunque no son expertos analistas políticos, dan una explicación sociológica similar sobre los resultados electorales en una Sierra en la que el partido principal de Gobierno autonómico (el PP) ganó, sin que la tragedia hiciera mella en sus votos, frente a un PSOE que perdió terreno. «En los pueblos se vota a la persona, importa más que el partido», esgrime un lugareño. Otra explica cómo la rabia inicial se cambia por pragmatismo en las urnas. «Los incendios no han entrado en campaña como tal. Han vendido más qué se iba a hacer, cómo se iba a arreglar tal camino... Eso además de que aquí a la gente la conoces desde hace mucho». «También tener varios parientes hace que te voten», desliza otra vecina medio en broma medio en serio para interpretar los resultados de las recientes elecciones municipales.
Rumbo a Villardeciervos, con carretera cortada por obras incluida, queda claro cuáles son esas reparaciones que se antojan primordiales y en las que los elegidos han centrado sus eslóganes electorales. En el restaurante El Salao echan una partida de cartas César, Julián, Francisco y Julio.
César explicaba hace un año a este diario que se llevó un disgusto enorme porque no le dejaran quedarse en su casa. «No quería irme, tenía miedo de que se murieran mis canarios y mis gatos», comentaba entonces y hoy de nuevo se muestra contrariado por aquello. «Tuvimos mucho miedo. Fue horroroso. Pero terminamos a salvo y mis mascotas sobrevivieron». En la misma partida, Julián indica que «cada uno cuenta la fiesta como le ha ido», pero subraya que «hay más tristeza que antes», que los bolsillos se han resentido y la vitalidad compartida, también. «Las cosas se hicieron 100% mal», coinciden los amigos. Y uno a uno relatan que han repetido en su cabeza hasta la saciedad todo lo que no funcionó ese mes de junio pasado y lo han puesto en común en infinidad de ocasiones. «Tardaron en declarar el nivel adecuado de incendio, no hubo medios y a los que había no se les puso a trabajar a tiempo, antes de que el viento cambiara y esto se descontrolara, no teníamos cortafuegos, los montes estaban sucísimos, selváticos, y eso que agradecemos a los bomberos, a la UME y a la Guardia Civil su labor. Eso, por supuesto. Pero fue un cúmulo de despropósitos. Lo de que los incendios se apagan en invierno es cierto, pero también actuar rápido podía haber evitado algo», concluyen con evidente enfado. «Es que es muy duro. Al recordarlo pienso en mi padre, que fue uno de los forestales que replantó la sierra, se sacrificó tantos días para después verla arder», lamenta uno de ellos.
Precisamente, en el cercano Ferreras de Abajo, uno de los focos donde se inició aquel incendio, a Manuel, de 67 años, le apena que los pinos que plantó con 18 hayan desaparecido. «Teníamos una sierra con unos pinos que daba gusto verlos. Sentía orgullo, pero desaparecieron y al menos tenemos que dar gracias de que el fuego no llegara a las casas porque se dirigía hacia aquí». Sigue su caminata diaria por las estrechas calles del pueblo, que alberga el colegio al que acuden los niños de las proximidades, y aparece Cristian, uno de los pocos adolescentes del municipio. «La vida aquí no ha cambiado mucho, sí lo ha hecho el paisaje... y la alegría un poco. La evacuación y todo eso fue difícil, pero ahora estamos más tranquilos».
A un puñado de kilómetros con un paisaje que no deja olvidar lo que sucedió en 2022, en Ferreras de Arriba, desde dónde se vieron claramente varios de esos catorce rayos de la tormenta seca que provocó el desastre, ya no se puede chatear en el bar Acuario. En este local Montse recibía hace un año a periodistas y vecinos que comentaban lo acontecido sin cesar. Ya avisó de que no sabía si superaría el verano. El incendio dio la puntilla al negocio. Igual que lo hizo a muchos lugareños que veían en la recolección y venta de boletus o de castañas un complemento al salario para afrontar el día a día con el que ya no cuentan.
Miguel, asomado a su balcón, ve el bar Acuario cerrado y se vuelve hacia el monte para señalar las siluetas de los castaños que antes tenían un curioso efecto. «Daban sombra y fresquito. Durante metros y metros de paseo no se veía la luz del sol en pleno verano y se te ponía hasta la carne de gallina», rememora con nostalgia. Y ahora se le pone cuando verbaliza estos recuerdos porque no va a volver a ocurrir. No lo va a volver a sentir. «El mayor daño económico y medioambiental es por el entorno, era un tesoro. Había kilómetros de castaños, la mayoría de vecinos tenía algunos, y se sacaba mucho también de la setas. Era el complemento para la jubilación de algunos y el sustento de otros». Tanto era así, que recuerda el curiosos efecto sanador de estos productos micológicos. «Venía el médico y si empezaba la temporada de boletus no iba nadie», ríe.
Como casi cualquier empadronado en estos lugares, sostiene que «era previsible por la falta de cuidado y preocupación de las autoridades» y critica la actuación de las primeras horas. Sobre el presente, reconoce que van cogiendo aire, pero percibe que «falta un poco de la ilusión de antes». «La vida sigue, lo pasamos muy mal porque de un día para otro temes perderlo todo, te enfrentas al fuego y daba mucha impotencia. La gente se mentaliza porque sabe que no hay otra».
Una buena prueba está a pocos metros de su vivienda. En navidades algunos vecinos tuvieron la idea de colocar por la localidad árboles calcinados y decorarlos. Ahí siguen como recuerdo de que sobrevivieron a la tragedia. De la fortaleza y resistencia de estos pueblos azotados por el desastre, que, no tan acompañados a veces como quisieran por las administraciones, siguen tratando de salir a flote.
Un miembro de esta armada vecinal pasea plácidamente por las calles que hace un año estaban acotadas. Francisco cuenta que está a punto de cumplir 101 años y que la memoria a veces le juega malas pasadas. No recuerda bien los días en los que fue evacuado con su familia y muchos tuvieron que dormir en fríos pabellones. Pese a ello, aporta una conclusión que sus convecinos han comprobado sin desearlo: «La vida del fuego es muy mala».
Lo es, la vida del fuego aún persiste incluso extinguidas las llamas. Lo saben bien en la Sierra de la Culebra. Su vecina María Ángeles también suscribe «la angustia» vivida y «la tranquilidad» actual, pero en esta sierra miran al futuro buscando dejar atrás los rescoldos del incendio. Como Nelly, que confía en terminar el año estrenando la casa que el fuego abrasó. «Poco a poco, no me desespero. Y mis planes de futuro son vivir aquí, respirar el aire y salir al campo. Es un buen sitio para vivir».