Diario de Castilla y León

2 AÑOS EN 6 OLAS | LO QUE LA PANDEMIA CAMBIÓ... EN LA SALUD MENTAL

"Más solos que nunca", el confinamiento interior

Cuando el abrazo da miedo, la calle asusta o el contacto humano provoca recelo. La pandemia emocional, rescoldo de la del Covid, deja innumerables efectos en algunos castellanos y leoneses en forma de fobia social, angustia, tristeza o soledad, deseada y no deseada. «No hace falta tener Covid para padecerlo», cuenta un joven que remonta 

Gente caminando por el centro de Valladolid. PHOTOGENIC | IVÁN TOMÉ

Gente caminando por Valladolid. | PHOTOGENIC | IVÁN TOMÉ

Publicado por
Alicia Calvo
Valladolid

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Notan un pellizco que los pone en alerta. Cuando su nieta le achucha fuerte hay algo de inquietud en él. Ella se cruza de calle para evitar al máximo a los demás viandantes. Y el extraño al que evita se siente incómodo si se topa con alguien a quien le asome la nariz por encima de la mascarilla. Cuando el abrazo en vez de reconfortar asusta, la calle da vértigo, la compañía perturba y la soledad achanta... Están el confinamiento público y el confinamiento interior. Una pandemia emocional, rescoldo de la del Covid, con sus innumerables efectos en el bienestar emocional. 

«Conozco a muchos abuelos a los que los nietos les dan un abrazo y no los ves a gusto porque tienen miedo al virus. Da bastante pena». Con esta escueta apreciación, Conchi, una vallisoletana integrante de la Asociación de Voluntarios Mayores de Castilla y León, condensa la atmósfera que respira cuando visita un nutrido grupo de centros de personas de avanzada edad de la ciudad. 

«Dos años de pandemia y a la gente se la ve más triste, cada vez está más sola, sin apenas relacionarse. Nos hemos perdido mucho con los hijos, los nietos y los amigos. Con eso de tener precaución y de guardar distancias, de no contagiarse, de no reunirse tanto, de que hayan estado los centros cerrados, los mayores están más solos que nunca», afirma esta mujer de 77 años a quien el coronavirus y sus imposiciones derivadas le provocaron cuadros de ansiedad. «Tenía agobio, a veces me dolía el pecho, estaba triste, sin ganas de hacer, pensando todo el rato ‘cuándo pasará esto’». 

Poco a poco, con su actividad en la asociación, la rutina de paseos con su marido y el contacto con sus seis nietos y el resto de la familia reconoce que se encuentra «mucho mejor» y ni su dolor de espalda la mantiene quieta. «Son dos años y el paso del tiempo se nota mucho, sobre todo en los mayores. A ver si nos vamos recuperando y perdiendo el miedo». 

Rosario también está jubilada como Conchi, pero vive sola. Y cuenta que «desde que empezó todo esto» la palabra ‘sola’ no describe únicamente cómo reside sino cómo se siente. «Tantas horas con la tele y aunque te llamen las hermanas y los hijos pues no es lo mismo. Me entran ganas de llorar de repente. Ya salgo y hago cosas y los veo, pero menos que antes y tengo ahí eso de todo el tiempo encerrada y no se me va». 

Ángel Lozano, gerente de la Federación de Salud Mental de Castilla y León, que aglutina a once asociaciones, apunta que «es evidente que la reducción de los contactos personales, el aislamiento social y las consecuencias socioeconómicas han comenzado a pasar factura a la población», y señala que «hay casos en los que se han visibilizado los problemas que había y en otros se han agudizado». Siempre, y más en estos tiempos marcados por el virus, remarca que «es importante mantener el contacto social, tener paciencia y dar a las personas su espacio para que cada uno decida cómo se relaciona».

Otro especialista de salud mental, el psicólogo de la Asociación El Puente de Valladolid, Daniel Cembrero, también aborda este asunto. «No estábamos preparados, ni imaginábamos una cosa así. Fue un shock, pero en general supimos sobrellevarlo bastante bien para todo lo que se nos exigía. El país cambió de un momento a otro y el mayor problema es que no se trata de una crisis puntual y eso genera más dificultad».

Tanto Lozano como Cembrero reconocen que la salud mental como concepto adquiere mayor visibilidad, lo que rompe un tabú para muchas personas. Pero también son conscientes de que que se hable de ello no resuelve lo que implica, dada la falta de medios ante su acrecentada magnitud. «Se está poniendo el foco en ella. Le hemos dado nombre al problema, pero no se ha asimilado del todo. Solo se trabajaba en casos graves y no a nivel preventivo y eso tendría que cambiar», opina Cembrero.

En este contexto, Ángel Lozano ve positivo que «la pandemia la haya puesto en el punto de mira», sobre todo por el estigma que suele acompañarla, aunque entiende que pone de manifiesto las deficiencias en este ámbito. «No se había abordado de manera adecuada y cuando ha llegado la pandemia no había recursos suficientes ». 

Lozano ve tan clarificador como preocupante el número de psicólogos del sistema sanitario público. «Es a todas luces insuficiente, muy por debajo de la media europea. En Castilla y León hay 3,8 psicólogos por cada 100.000 habitantes, mientras que en España son seis y en Europa, 18. Para enfrentarnos a estas situaciones inesperadas estamos en desventaja», expone el gerente de la Federación autonómica de Salud Mental.

Tras las cifras de profesionales, se encuentran los pacientes. Y cada uno es un mundo diferente, si bien muchas escenas parecen un calco. Ángel Lozano hace referencia a una de las más cruentas consecuencias del intento de contención del Coronavirus, la privación de los ritos ante la muerte, del tiempo para las despedida s. «Ha habido que afrontar situaciones de duelo y no estábamos acostumbrados a no tener duelo, a no despedirnos de los seres queridos que fallecían por Covid. Resulta inevitable que haga mella».

Como es bien sabido, la crisis sanitaria vino unida a la económica y ambas suman una cantidad indeterminada de ansiedad. Lozano señala que los efectos económicos en las familias son fuente de desvelos y conflictos. «La gente perdió su trabajo, sus ingresos... Los problemas económicos te generan incertidumbre en la vida y afecta a tu bienestar emocional, y puede cronificarse», alerta.

Asegura que esto, la permanencia, es precisamente es el mayor riesgo de cualquier situación referente al bienestar. Indica que «algunas reacciones emocionales, como la ansiedad, la situación de preocupación o la incertidumbre entran dentro de lo normal, sobre todo por la pandemia. En general, son emociones transitorias y hay que ayudar a quienes padecen estos sufrimientos. No hay que culpabilizar», recomienda. Pero lanza una advertencia: « ¡Ojo si llegan a ser muy intensas, a perdurar en el tiempo y a interferir en nuestro funcionamiento diario! porque si no se presta atención se puede agravar y cronificar. Está sucediendo».

Con dos años pandémicos a la espalda, en la sociedad, la castellana y leonesa y la de casi gran parte del mundo, desde aquel  marzo de 2020 crecen los casos de personas que evitan a otras por esquivar el contagio, de las que sigue en una burbuja invisible de la que se derivan normas interiores en cierto sentido más duras que las impuestas. «Hemos pasado un periodo de una sobreexposición a la información, de un bombardeo de contagios y de muertes, y ha generado miedos, rechazo, situaciones de ansiedad y hay gente que se aísla», apunta.

Sobre este delicado asunto, Daniel Cembrero expone que «hay dos tipos de problemas: la gente que actúa respecto al coronavirus por defecto o por exceso». «Muchas personas reciben el contacto físico como peligroso porque en tiempo exprés nos educaron sobre ello y nos convencieron de que eso no era positivo. Todavía huyen de las aglomeraciones y del contacto con miedo y angustia y esto les provoca más frustración y ansiedad». 

Inés es un ejemplo de esto. «No voy a quitarme la mascarilla ni aunque vaya sola», repite esta octogenaria vallisoletana con énfasis, mientras su nieta trata de convencerla, sin éxito por el momento, de que no le hace bien sobredimensionar el riesgo y que cuando no haya nadie alrededor no le hace ninguna falta. «No me quedo tranquila y punto», apostilla. 

En la misma provincia, Raúl, enfermero en un centro de salud rural, reconoce un recelo permanente que no controla. «La última reunión familiar la tuve en noviembre de 2019. No he vuelto a comer con la familia por un sentimiento de paranoia. Me he sentado en una terraza, pero nada más. Mentalmente voy a tener que readaptarme. He llegado a ver a tantas personas graves en el hospital, tantas cosas horrorosas, que te genera un mecanismo de autoprotección», expone quien ha mirado a los ojos del Coronavirus desde la primera línea sanitaria.

Frente a los que conviven tratando de ahuyentar estas sensaciones con una especie de fobia social está su reverso. Lo encarnan quienes mantienen una vida prácticamente idéntica a la que llevaban prepandemia, no viven con inquietud por si el Covid acecha y vuelven a hacer lo mismo que antes de que las restricciones, las olas, las tasas de incidencia y las distancias obligatorias interfirieran en la convivencia. «Me apena ver a la gente con miedo, verles con la mascarilla aunque no haya nadie alrededor o que te cruces y te miren como si fueras peligroso», indica un joven funcionario que trata de minimizar el ruido que distorsiona una rutina «lo más normalizada posible» y que ansía el momento en el que haya que dejar de llevar mascarillas en interiores.

Entre un extremo y el otro hay muchas experiencias intermedias y no todas salen a la luz. El psicólogo de la asociación El Puente incide en que existen personas afectadas que no reciben el apoyo que requieren porque nadie sabe de su situación. «Salen lo mínimo de casa, tienen cada vez menos interacciones sociales, se encierran en sí mismos, en su mundo. Hay más gente pasándolo francamente mal que necesita ayuda y perdiéndose lo que está fuera y a veces es un problema complicado de detectar porque antes si no salías en un tiempo era sospechoso, pero ahora se puede hacer la compra por internet o teletrabajar y pasar más desapercibido», alerta Cembrero. 

Por ello, entiende que el estigma debe ir desterrándose para que sea más sencillo tenderle la mano y que eleve la voz. «El futuro es más incierto que antes y las fortalezas que se solían tener alrededor están más alejadas. Es la tormenta perfecta para tener crisis y cuando vienen mal dadas si no tenemos capacidad de pedir ayuda... Además, es importante conocer los recursos que tenemos como sociedad e igual que vas al dentista está el psicólogo porque hay gente que si hubiera recibido ayuda en tiempo y forma lo hubiera gestionado mejor».

De redes en las que apoyarse entiende Javier, un vallisoletano de 38 años que dispone de un diagnóstico de salud mental ajeno a la crisis del coronavirus –«tengo mis cosillas por la cabeza», precisa– . Vive en una vivienda compartida gestionada por la asociación El Puente y reconoce que, pese a que este tiempo «ha sido horrible» , el contacto humano le sirvió de flotador. «El trabajo me salvó la vida».  

Acudir cada día a las instalaciones del centro especial de empleo del Grupo Lince alivió su inquietud. «Durante mucho tiempo intentaba no poner la televisión porque todo eran muertes y hospitales saturados». En esos días prefería dosificar la compra para sentirse mejor. «El tiempo en casa me unió un poco a mis compañeros de piso, pero estaba deseando ir a la tienda, al estanco, a la farmacia para hablar. Fue como una pequeña familia, compraba de poco en poco para sufrir menos la pandemia y poder charlar. Eso sí, las colas de esos sitios parecían tanatorios, todo el mundo con la cabeza agachada», rememora Javier, quien saca una lúcida conclusión de este periodo: «No hay que tener Covid para padecerlo. Lo he pasado terriblemente mal y está claro que hay que cuidar la salud mental», señala. 

En esa cuestión se detienen los profesionales. «A la salud mental se le empieza a dar la importancia que tiene. Lo que viene ahora es que no hay esa facultad de cuidarla, como por ejemplo en la higiene del sueño, que es fundamental y se descuida». Una apreciación que hará referencia a cada vez más ciudadanía: «Entre el 1 y el 5% de la población tenía problemas de salud mental antes, cuando veamos las estadísticas de estos últimos años la cifra se va a multiplicar», vaticina Daniel Cembrero.

El perfil se ha desdibujado y no existe edad para pasarlo mejor o peor, ni ningún otro rasgo general. Pero Lozano teme que el terreno perdido, «los pasos hacia atrás en las relaciones de estos dos años que costará recuperar», haga más mella en generaciones con menos experiencia. « Va a costar compensar esto sobre todo en la población más joven , donde también han aumentado los trastornos de salud mental. En adolescentes que todavía están en proceso de formación, descubriendo quiénes son y lo están haciendo en este contexto. Ellos son más vulnerables».

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