Diario de Castilla y León

1 AÑO DE PANDEMIA | LAS RESIDENCIAS

«Se nos moría Juan, Paco, Francisca...»

«Recuerdo la primera vez que no dejamos pasar a un hijo. Fue durísimo», afirma el presidente de la Asociación de Residencias de Castilla y León sobre una tragedia en la que además de la mortandad, está la pérdida del contacto humano y de la calma y en la que los pocos abrazos se daban con EPI  / 4.058 personas de estos centros han fallecido por coronavirus

La residencia Santa Teresita, en La Cistérniga, ha tenido la fortuna de no registrar ningún contagio.- J. M. LOSTAU

La residencia Santa Teresita, en La Cistérniga, ha tenido la fortuna de no registrar ningún contagio.- J. M. LOSTAU

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Alicia Calvo
Valladolid

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Todavía no había salido el presidente del Gobierno para el gran sobresalto y en esa casa las puertas ya llevaban unos días sin abrirse como antes . Cuando escucharon a Pedro Sánchez la tarde de ese sábado 14 de marzo anunciar en televisión que decretaba el estado de alarma y ese «juntos saldremos del virus» , los residentes de Santa Teresita ya llevaban una semana sin salir. Confinamiento ‘preventivo’.  

Esta residencia vallisoletana ubicada en La Cistérniga llega al año de aquel histórico –por aciago– día, cargando con una retahíla de padecimientos, como tantísimas otras. Pero, también, con la fortuna de no haber registrado contagios por coronavirus entre sus paredes y esquivar esas escalofriantes estadísticas que reflejan que 4.058 residentes perdieron la vida por el coronavirus en Castilla y León. 

Aún así, permanecen en «guardia», conscientes de que «esto no ha terminado», confiesa su directora, Eva Sampietro. «Tomamos esa decisión de cerrarnos antes de que explotara todo sin saber muy bien si era acertada. Por miedo, porque habíamos oído que había un virus», relata sobre momentos de desconcierto total, incomprensión y muchas dudas. 

Pasados doce meses ya, de esos que esconden días que parecieron años, lo sufrido «pesa» y la inquietud sobrevuela aún en las residencias.

Solo quienes lo vivieron saben cómo fue en estos centros el año en el que los familiares ya no podían entrar hasta la cocina, ni siquiera acercarse a la puerta, se perdieron las visitas y en los abrazos que se daban no había piel, sino un EPI (equipo de protección integral) mediante. 

Lo recuerda Diego Juez, presidente de la Asociación de Residencias de Castilla y León (Acalerte). «Esos días se morían diez, doce... pero no eran cifras. Se nos moría Juan, Paco, Francisca...» .

Juan, Paco, Francisca y otras más de 4.000 personas –cuya casa era una residencia de la Comunidad– fallecieron desde que el virus aisló estos centros y convirtió a sus trabajadores en una especie de « extraterrestres » para los usuarios, cuando tuvieron que tirar «de bolsas de basura, ingenio y mascarillas caseras». Pero a la vez nunca antes estos humanos fueron más humanos. 

«Todo lo que se diga... Ha sido un año durísimo» , afirma Juez, que revive como si se tratara de un momento reciente el amargo día en el que tuvieron que mantener alejados a los familiares. «Recuerdo la primera vez que no dejamos pasar a un hijo que venía a ver a su padre y le traía ropa. Fue de lo más difícil el cortar de golpe esa libertad que tenían las familias, pero sabíamos que si entraba el virus sería devastador», comenta Diego, que gestiona varias residencias en Palencia, Burgos, Soria y Valladolid, entre ellas Vitalia Jardín, en la localidad burgalesa de Tardajos.

Durante mucho tiempo, sobre todo en aquellas atropelladas primeras jornadas de aislamiento en las que carecían de los equipos de protección mínimos, Diego y el resto de trabajadores se despertaban y miraban las noticias. «Te ibas a dormir pensando ¿a ver qué pasa mañana? y te levantabas pendiente de cualquier cambio. No sabíamos hasta dónde llegaría y ha sobrepasado lo que pudiéramos imaginar», expone el representante de este sector tan maltrecho, que tras la vacuna empieza a remontar el vuelo.

A la soledad que han sentido los mayores, se suma la de las plantillas . «Quiero reivindicar que siento que somos un sector solitario al que no se reconoce del todo su gran labor. Salíamos a aplaudir a los médicos, enfermeras... que se lo merecen, claro, pero a nosotros, que somos personal de atención directa, nos ha faltado respaldo», subraya Diego Juez.

Esos aplausos, también por suerte, no escasearon en La Cistérniga, en la terraza de la residencia que gestionan Eva Sampietro y su hermano Ramón, tenían muchos destinatarios, pero unos especiales. «Salíamos a aplaudir con el vecindario» . Lo que entre ellos sucedía era más que un intercambio de afectuosos saludos. Lograban que entrara un poco más de luz. Figurada y literal.

«Nos escribíamos carteles de ánimo que decían que íbamos a salir de esta, que estuviéramos tranquilos, y como era de noche sacaban linternas y nos iluminaban», cuenta Eva, que destaca lo vital de aquellas estrellas vecinas. «Era súper importante. A las ocho había alguien que nos estaba esperando. Aquí se ha llorado mucho...»

En la primera ola, los protocolos consistían más bien «en lo que una había oído en la tele, en lo que se ocurría que podría servir...», explica esta vallisoletana que probó «infinidad de remedios caseros», que poco a poco se han sustituido por procesos más estandarizados.

Rociar de lejía los felpudos, diluirla en agua para aclararse antes de atender a algún usuario del centro, «fumigarse» a la entrada de la residencia, fabricarse mandiles con plástico, pedir por Amazon envíos urgentes de guantes de plástico a precio de guantes de lana... «Hemos pasado mucho miedo» , resume Eva (y sus colegas de cualquier punto de Castilla y León).

El abandono de algunos poderes fácticos que relata el representante del gremio lo verbalizan también desde La Cistérniga. «Hemos estado muy solitos» .

No solo ellos, también cada familiar que dejó de poder ver en persona a su ser querido. Así las videollamadas se colaron en las residencias y, pese a ser un bendito adelanto, tenían a la vez algo de retroceso: eran el único reducto que les conectaba a su vida anterior. 

Entre ola y ola llegaron momentos de relajación, aunque nunca tanto como quisieran. En Santa Teresita se inventaron «la valla del amor». «Colocamos una silla a cada extremo y los familiares veían a su padre, madre, abuelos... No era lo mejor, pero era necesario porque lo que más extrañaban era estar con los suyos», expone Eva. Aunque no sepa lo que es convivir con el Covid, sí ha tenido que despedir a algunos mayores que fallecieron por otras patologías propias de su edad y que también se vieron sometidos a la frialdad de las medidas de seguridad por prevención. 

Así, «los hijos de Carmen tuvieron que ponerse un traje, gafas, gorro, calzas... para entrar a despedirse de su madre» , en una de las escenas más tristes que Eva comparte.

Entre tanto desasosiego, muestras de cariño. Que no había material, pues un mensaje en redes sociales y a través de anónimos y conocidos, de los familiares de los residentes, se conseguía. El Ayuntamiento del municipio mismo les donó elementos de protección y les cedió terreno para que se puedan producir más encuentros familiares con distancia.

Como le ha sucedido a gran parte de la población en este tiempo de pandemia, en el interior de las residencias se ha pasado por casi todos los estados de ánimo posible. «Aprendimos a mirar sonriendo. Ellos, los abuelos, nos han sacado las sonrisas. Algunos reaccionaron con mucho miedo, otros menos, pero en general todos han perdido ‘vida’», opina quien perdió diez kilos por la tensión en esas desveladas noches en la que la preocupación era «que alguien se muriera».

En un pequeño municipio salmantino, Belenia, a 20 kilómetros de la capital, está una de las tres residencias de las que es responsable Alberto Rodríguez. Su relato guarda parecidos con los de Diego y Eva. 

Habla también de cómo «una casa familiar, una gran casa» , que es lo que buscan, cambia esa accesibilidad que fomentaba «una convivencia más cercana» por un modelo marcado por las pautas sanitarias. «En el camino nos dejamos humanidad. Todo se medicaliza y damos pasos para atrás, con menos calor. El ambiente familiar de concordia se perdió y tiene un poco de hospital. La convivencia era muy viva y ahora rigen protocolos a rajatabla», comenta Alberto, que en uno de sus tres centros ha tenido que decir adiós a una decena de fallecidos por Covid. «¡Qué perdidos estábamos al principio! Desorientados. Con los primeros contagios era caótico, no sabíamos bien qué hacer».

Confiesa Alberto que cuando la ambulancia aparecía para trasladar a algún enfermo, quien se iba y los que le veían marcharse compartían el mismo temor: «Temíamos que no volviera». Solo les ocurrió en la primera ola. «Por suerte, no hemos vuelto a saber lo que es el virus».

Se refiere al coronavirus colándose en el refugio, pero no, claro está, al que le sobrevuela como un invisible ave de rapiña. Y es que la Covid no solo afecta a quienes reciben un diagnóstico. «La carencia de visitas, que después pasaron a ser a través de la ventana, incrementó la demencia en algunas personas, que no se han recuperado», lamenta este salmantino, que reconoce que una de las complicaciones del confinamiento fue «que muchos no comprendían cómo su familiar no venía a verlos y se sentían profundamente mal».

Sin embargo, la vacuna los devuelve algo de «esperanza, paz y tranquilidad». También Diego Juez incide en que «aunque todavía no se ha visto el final, la situación presente cada vez es mejor. Somos centros seguros. Hay que recalcarlo. La vacuna es vida en todos los sentidos». 

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