Hugo, Candela y Elsa no tienen comité de expertos
«Lo que vive la sociedad este año, el desconcierto y el miedo por una enfermedad desconocida, lo viven nuestras familias toda la vida» / El año perdido de Hugo, los siete sin diagnóstico de Elsa y el cansancio infinito de Candela…/ Alrededor de 150.000 personas padecen alguna enfermedad rara en Castilla y León
Candela tiene ocho años y ha aprendido a saltar. Incluso da saltos enormes, con fuerza. Y también corre. Pero en apenas diez minutos aparece un cansancio infinito. Lo normal en su caso es que necesite ayuda para subir a la cama e ir abajo y arriba por las escaleras de la mano.
Que consiguiera andar a los cuatro años y medio fue un éxito de la fisioterapia pagada por su familia, cuya entrega queda retratada en una única frase de su madre: «Cada vez consigue una mejor calidad de vida». Candela padece Síndrome de microdelección 2q37. Un nombre difícil de retener, tan poco pegadizo como era hace poco más de un año la denominada Sars-CoV-2, antes que de que un comité de expertos decidiera renombrarla como Covid-19.
Pero para Candela no hay, ni se espera, una reunión de expertos, aunque el sufrimiento de su enfermedad se parece mucho a la otra . El miedo a lo desconocido, el desconcierto por no saber si hay tratamiento y si funcionará , la incertidumbre por cómo afectará al futuro, la tristeza por el aislamiento...
Algunas de las secuelas emocionales de vivir con el virus que miles de personas han padecido con la pandemia son «el pan de cada día» desde hace muchos años para Cristina, Vanesa y Olga desde que sus hijos Candela, Hugo y Elsa nacieron con una enfermedad (cada uno distinta) a la que nadie sabía poner nombre, que no habían oído nunca y que no afecta a tantas personas como para que la ciencia les dedique suficientes fondos y tiempo. «Lo que la sociedad vive este año, es lo que viven nuestras familias toda la vida».
Como la suya, entre 150.000 y 170.000 familias de Castilla y León conviven con una enfermedad rara en la actualidad, según la asociación autonómica Aerscyl. Y como la suya, reclaman, esta semana por su día mundial y el resto del año porque la visibilidad da oportunidades , que los demás se pongan en su lugar.
La madre de la pequeña Candela, Cristina Díaz, de Salamanca, preside, además, la Asociación de Enfermedades Raras de Castilla y León (Aerscyl).
Cuenta que la pandemia desplaza de las consultas a quienes tienen otros diagnósticos ajenos a la Covid-19, pero confía a la vez en que la «terrible situación vivida por toda la sociedad sirva para empatizar más con quienes vivimos todos los días con esa angustia de tener una enfermedad para la que no se sabe si hay tratamiento, ni vacuna... Para que nos entiendan mejor», dice.
La presidenta de esta entidad cree que el último año para la población en general, marcada por la enfermedad y la pandemia, tiene similitudes con el día a día de las familias englobadas en su asociación: «Lo que todos han vivido este año es una situación parecida a las de quienes tenemos un niño con enfermedad rara. El desconcierto y el miedo por una patología desconocida. El aislamiento social y el no tener un tratamiento adecuado. No sabemos a qué nos enfrentamos. Los sanitarios desconocen cómo actuar». Pero matiza una diferencia fundamental: «Nosotros lo padecemos toda la vida».
Aunque cree que el coronavirus eclipsa al resto de dolencias, también extrae algo positivo de esta crisis sanitaria. «Ha dejado patente lo que nosotros reivindicamos desde hace muchos años. Que la apuesta por la investigación, por la ciencia, es fundamental. Nosotros también queremos nuestras vacunas».
Puede que la sociedad post-Covid sea más sensible para con las enfermedades raras, al entender de primera mano el sufrimiento que provocan, pero el saldo a corto plazo es claramente negativo.
El coronavirus trastoca sus vidas algo más que las de quienes no están aquejados por ninguna dolencia que pocos comparten , poco se investiga y poco avanza. «El aislamiento ha perjudicado mucho a los niños que tienen enfermedades raras con trastornos de conducta. El confinamiento domiciliario empeoró esos comportamientos. A veces no entienden algo que puede parecer tan simple como ponerse la mascarilla», expresa Cristina.
No influye únicamente en los pacientes, también en sus familias. «A nivel familiar afecta. No es lo mismo que cuando van a sus centros de día y residencias y la ausencia de tratamientos, como los de los fisioterapeutas, empeoran su evolución. La Covid perjudica toda la problemática asociada con la enfermedad».
Mientras siguen resistiendo, sí demandan una reivindicación inmediata: «Que se vacune contra la Covid al núcleo familiar de nuestros niños. No tiene sentido vacunar a los cuidadores profesionales y no al padre o a la madre. Muchos son pacientes de riesgo y debería ser una prioridad porque son niños muy vulnerables», defiende Díaz.
Cuando «se controle por fin la pandemia» se centrarán en «recuperar el retraso, las consultas y revisiones porque muchos niños son pluripatológicos», y claman para que «de una vez haya una apuesta por la ciencia y la genética para todos».
Avala cada palabra Vanesa, otra mujer salmantina. Hace dos años y dos meses que nació su hijo Hugo en la ciudad del Tormes. En este tiempo, el menor acumula una decena de fracturas y trastornos del neurodesarrollo. «No habla, no señala y acaba de empezar a gatear».
Vanesa se dedica «íntegramente a él» desde que a los quince días de nacer detectaron que sus lesiones respondían a algo más extraño. Iniciaron un estudio óseo que derivó en otras pruebas hasta que concluyeron que Hugo padece Osteogénesis imperfecta.
Por esta enfermedad, cada avance en el pequeño requiere de un esfuerzo titánico. Del niño y de su entorno. «Supone una dedicación plena y también un coste».
Asiste a sesiones de logopeda, estimulación, rehabilitación y fisioterapia, algunos derivados por la sanidad pública, pero otros, como el ‘fisio’, por vía privada.
Por todos los refuerzos que necesita Hugo para su desarrollo, cuando se habla de año perdido por la pandemia, Vanesa sabe de qué se trata. Cada vez que miraba a su niño lo sabía. A la ya difícil convivencia con el virus se sumaba la frustración de verle desandar lo que tanto le había costado.
Hugo comenzó a desaprender y a aislarse. «Había empezado a decir ‘mamá’ y ‘papá’, y a raíz de la pandemia, sobre todo del confinamiento, iba perdiéndolo todo. Era imposible entrar en su mundo. Una regresión. Se fue como apagando y encerrándose en sí mismo. Ha sido un año perdido para él porque lo poco que había aprendido se iba», lamenta Vanesa, que recuerda con amargura cómo «decían ‘Hugo’ y nada, como si se lo dices a la pared». «Le ponías juguetes delante y no iba a cogerlos», recuerda.
Pese a que su edad corresponde a los dos años y dos meses, «a nivel social es como si tuviera seis meses, y a nivel cognitivo, once», explica su progenitora. «Estar tanto tiempo sin relacionarse socialmente le afectó mucho», relata.
Al menos, la relajación de restricciones y la posibilidad de acudir a sus sesiones le sirven de trampolín para recuperar terreno perdido. «Su evolución ahora es enorme».
Como le sucede a Cristina por su hija Candela, Vanesa reconoce que el sentimiento generalizado de indefensión que ha surgido les invade a ellos desde siempre. «Sí, porque no hay profesionales especializados, y eso que gracias a Dios tenemos diagnóstico y así un tratamiento. Pero es como ir a la deriva y ver cómo va viniendo. Y según venga, vas actuando». Un «¿a ver qué pasa mañana?» constante.
«Necesitamos mucha investigación para que vivan mejor. Lo malo es que la ciencia no nos presta atención. Nos hemos dado cuenta este año de sus posibilidades. Han sacado una vacuna para una enfermedad que no la tenía y en poco tiempo», reflexiona.
En la misma proporción, queda en evidencia el abandono de empresas y estados del mundo entero, que supone para muchos «años y años» sin respuesta. Sin saber qué sucede. Una gran mayoría pasa más un lustro de media sin diagnóstico. Un 20% de los afectados supera la década sin saber qué nombre tienen sus dolencias. Y hay que nunca llega a descubrirlo.
Los datos arrojan realidades desesperanzadoras: «Solo en torno a un 20% de las miles de enfermedades raras , cuya prevalencia se da en cinco personas o menos por cada 10.000 habitantes, están siendo investigadas» . Así lo recoge la declaración institucional acordada por todos los grupos de las Cortes de Castilla y León.
ELSA, 7 AÑOS SIN DIAGNÓSTICO
Elsa es una niña de Valladolid que tiene doce años y estuvo siete sin que sus padres supieran qué causaba sus problemas motores y de conducta.
Aunque el Síndrome STXBP1 no les sonaba de nada, ahora son una especie de expertos –todo lo que se puede ser de una enfermedad de la que apenas hay bibliografía ni estudios–. Cuando acudieron a un buscador de internet, solo encontraron artículos en inglés difíciles de descifrar y les asaltó la pregunta ‘¿seremos solo nosotros?’
Olga, la madre de esta pequeña vallisoletana, descubrió que no. A través de su neurólogo de Barcelona se juntaron siete familias del país y formaron una asociación para que el que lo sufra «esté acompañado, sepa dónde acudir y se le pueda orientar». Ahora son 36.
«La enfermedad la descubrieron en 2008. Nos sentimos muy solos. Los médicos, muy bien, pero por mucho que quieran no saben», explica Olga.
La de Elsa es una «encefalopatía epiléptica y cursa con problemas de conducta, crisis o picos epilépticos, problemas motores, temblores, retraso cognitivo...». Pero cada caso es distinto. «Hay niños que hablan y otros que no. Unos andan y otros, no».
Olga describe la «incertidumbre» en términos parecidos a los que emplean Vanesa y Cristina. Sus hijos padecen cada uno enfermedades que poco tienen que ver entre sí, pero que comparten ese apellido indeterminado de ‘raro’. «Convivimos con el qué nos vamos a encontrar en el futuro».
En esa convivencia llegó el coronavirus. «En sus doce años ha sido la peor época para la niña. Para todo el mundo ha sido muy difícil , pero para un niño con dificultades cognitivas, que no te puede entender, resulta muy frustrante. No comprende la razón de que le cortes todo lo que le gusta. Lo ha llevado muy mal».
Explica Olga que su otro hijo, «que nació hace tres años, una vez que Elsa ya tenía un diagnóstico, entiende mejor que si no se puede salir, no se puede, pero ella, que casi no se comunica, lo asume peor. No lo entiende», describe sobre «una época muy complicada con la niña».
Elsa pronuncia «alguna palabra suelta, se comunica con pictogramas», aunque sus padres le entienden «muchas cosas» y cuando no está a gusto, lo saben. Una situación repetida demasiadas veces desde que el coronavirus se lo puso un poco más difícil todavía.
«Lo pasamos muy mal», afirma esta vallisoletana a la que le gustaría que la medicina les reservara un hueco mayor y en la sociedad cale el mensaje de que «hay otras muchísimas cosas aparte del Cáncer o de la Covid». «Estamos ahí aunque seamos pocos. No se nos ve, pero estamos, y nuestra lucha, que es desde siempre, sigue».