El virus de la ansiedad no da tregua
Al paso de la pandemia, una empleada de la limpieza no se atreve a salir de casa, un enfermero de UCI no quiere entrar en la suya y abandonar a sus pacientes, un profesor y músico vive en el silencio y una emprendedora hostelera se ve inmovilizada por primera vez. La angustia, el estrés y el miedo trastocan sus vidas
Llevaba toda la noche planeando ese momento. Gel y pañuelos en el bolsillo. Mascarilla FFP2. Un pie y después el otro. Pulsar el botón del ascensor y salir del portal. ¿Fácil? Para ella, imposible.
María conseguía girar las llaves y abría la puerta, pero sus pies seguían en el parqué. «Empezaba a temblar. Me costaba respirar. Las piernas no me aguantaban. Sentía el corazón latir muy fuerte. Sudores muy fríos. Angustia y mucho miedo. Intenté varias veces salir de casa, pero nada. Ni a tirar la basura».
Así transcurrieron los primeros meses de pandemia para esta palentina de 53 años «obsesionada con el miedo al contagio», que ya se atreve a salir a la calle, «pero no mucho y esquivando a la gente». Desde que descubrió la palabra ‘coronavirus’ y sus estragos convive, como le sucede a muchos, con «la ansiedad, el estrés, la tristeza prolongada, el insomnio...»
Todavía hay quien no se atreve a pronunciar juntas las ocho letras que forman A N S I E D A D por temor a ese estigma de la aparente debilidad propia, frente la supuesta fortaleza de los demás, pero con la irrupción de la Covid-19 es una realidad que trastoca más vidas.
La de María, empleada como limpiadora en un centro privado, que ahora cae «más rendida que cuando trabajaba, por dar vueltas a la cabeza y limpiar pomos y cajones compulsivamente», y también la de muchos otros vecinos de Castilla y León. Como Jorge, enfermero de UCI, que mandó a sus hijas con su ex para protegerlas, y en su casa entraron los fantasmas del virus; Dimitrana, empresaria hostelera al filo del «abismo», o Javier, profesor de una música que ya no resuena en el aula, porque la ansiedad, como este coronavirus, no distingue de perfiles.
La Federación de Salud Mental de Castilla y León detecta un «mayor acercamiento» a sus centros «de personas con estos trastornos originados por la pandemia, que solicitan apoyo psicológico», indica su gerente Ángel Lozano. Un incremento que se traslada, «también, a las consultas de Atención Primaria».
Uno de los factores que más mella a la población es que «la situación actual se alarga en el tiempo» y se desconoce su final. «Hay determinados síntomas que si se prolongan pueden llegar a cronificarse», advierte. «Sentir tristeza no es malo. Hay que pasarla en determinadas circunstancias, pero en muchos casos no se ha podido hacer un duelo por una persona fallecida y esa tristeza llega a transformarse en algo más grave. Seguimos trabajando, estudiando, haciendo nuestras vidas con esa incertidumbre y, al final, puede aparecer un sentimiento de miedo».
María no comenzó a aferrarse a las paredes de su hogar de golpe. Empezó «contando muertos», altas y contagios, y un día se descubrió «angustiada» por si su marido, su hija, alguien de su familia o ella misma se infectaba. «Si la cifra de fallecidos empeoraba de un jueves a un viernes, ese viernes yo empeoraba también y estaba atacada. Era terror».
Les prohibió salir a comprar nada. Avisó a la tienda para que le subieran la fruta y la carne, congelaba el pan para varios días y el resto, por internet. Cada mañana, bayeta con lejía en mano, repasaba a fondo hasta el rincón más recóndito. «Me dio por limpiar todo por si acaso. Ya ves, si no salíamos, no tenía sentido, pero nada tenía sentido». No se expresa en pasado porque haya dejado atrás el «pánico», sino porque lo ha contenido. «Sigo mal. Pero he eliminado los comportamientos más compulsivos. Ya no lavo la cazadora de mi marido si viene de la calle. Antes no era dueña de mis pensamientos y ya voy racionalizando y entendiendo que no pasa nada si salgo protegida».
Por recomendación de su psicóloga, evita las noticias y no sigue «el recuento diario». Solo compra en tiendas pequeñas y escoge rutas libres de viandantes. «Progreso».
Mitiga ciertos miedos y se multiplican otros: «Cuando veo gente me pongo atacada, me dan palpitaciones. Con lo besucona que yo he sido, temo deshumanizarme. No quiero que se me acerque nadie».
Pese al apoyo familiar, extraña más comprensión generalizada. «Te dicen, ‘anda, no seas así’. Como que eres un bicho raro. ¡Claro que es raro y no hay que estar encerrada como yo, pero no puedo controlarlo! Mi cabeza manda».
Mientras María ve su hogar como un fuerte que prefiere no abandonar, Jorge, enfermero de la UCI en León, sufre el efecto inverso. En las unidades de cuidados intensivos se siente útil. En casa, solo.
En la primera etapa, por el temor a «traer el bicho del hospital», este leonés de 43 años decidió que sus dos hijas se trasladaran todo el tiempo con su ex pareja. Cuando se despedía de pacientes que sabía que «tenían una espada de Damocles encima» y cruzaba el umbral de su hogar, la soledad lo ocupaba todo. La suya y la de los enfermos que nunca más volvieron a ver a sus seres queridos una vez ingresaron.
Tras varias semanas sin verse, en el esperado reencuentro, los tres lloraron. «Lo necesitaban las niñas y yo, también. Tenía un nivel de estrés altísimo y llevé fatal no ver a mis hijas. Llegas a la hora de comer y estás solo. Un día y otro. Como desamparado. Nunca había sentido esa tristeza y esa ansiedad. Prefería estar en la UCI llevando a cabo para lo que me he preparado toda la vida, que en casa cansado de todo», explica quien manifestaba «la angustia y el estrés laboral dejando casi de comer». «Adelgacé casi cinco kilos en los primeros meses y me volví más irascible. Gruñía a mis compañeros que no tenían culpa», cuenta.
«Todo me pasó factura. El agobio de trabajar con la carga de los EPIs, de extremar el cuidado de no contagiarme, la angustia de pacientes que no tienen cerca a sus familiares, la cantidad ingente de órdenes cambiantes... Tenía una sensación de impotencia por atender mal al paciente. Aunque llegáramos a todo lo que podíamos, no era suficiente».
Sus días se convirtieron en últimos días. «Se moría uno, y veías a otro y se moría también. Al final del turno decía adiós a una persona que estaba ‘más o menos’ y al día siguiente la encontraba intubada. Intentas cuidarles, peinarles, hablarles y hacer todo lo posible para que mejoren, pero se estaban muriendo solos. Tuve que llamar a familiares para que vinieran a por sus pertenencias. Familiares que no pudieron estar ahí en esos momentos finales tan duros».
Como vivía el efecto del virus, a Jorge le «agobiaba» que llegara hasta sus hijas y sus padres. En septiembre, por el cumpleaños de su madre, le dio un beso. «Hacía casi un año».
Este leonés remontó con el apoyo de sus allegados, después de volver a restablecer el contacto físico con sus hijas de doce años, de que la presión asistencial por la pandemia se suavizara en la primera ola y superar la Covid-19 siendo prácticamente asintomático. «Te llama tu madre, tu hermano, ‘videocomes’ con amigos. Me ayudaron a verme menos solo. La cosa empezaba a pasarse. Atendía a menos pacientes y estaba menos saturado».
Sin embargo, expone que «la ansiedad de esa primera etapa» en la que no llegó a dejar de trabajar, salvo los días por su positivo, se fue diluyendo. En su lugar hay hastío. «La primera vez podría haber ido a la guerra los días seguidos que hubiera hecho falta, pero ahora, con todo tan mal organizado, pienso ‘¡otra vez esto!’».
Este enfermero de UCI defiende que «nadie debe avergonzarse por tener miedo», y critica que «no se pueda padecer estrés o estar frustrado». «Todo el mundo busca la felicidad absoluta. No está bien visto estar triste, ni tener ansiedad o depresión. En cambio, no tengo problema en decir ‘estoy mal y desbordado’. Y mi entorno me ha comprendido».
La voz de la Federación de Salud Mental de Castilla y León, Ángel Lozano, incide en esta cuestión. «Con todo lo que sucede, se está abriendo un debate que cobra cada vez más importancia en torno a la salud mental, a que no existe salud física sin mental, y viceversa».
Bien lo sabe Javier. Un docente que no esconde en el colegio de una capital castellano y leonesa en el que imparte música que no inició este curso por «un trastorno de ansiedad con rasgos depresivos». Está de baja. «Es una patología más que no hay que tomarse a risa y que en mi caso ha provocado el coronavirus. Por mucho que me dijeran que fuera a trabajar o me animara, en mi cabeza los cables estaban como desconectados y no reaccionaba».
Profesor y músico –da conciertos de guitarra– mantiene, a su pesar, aparcadas ambas facetas. El estrés arrancó, como en tantos otros casos, con los primeros contagios por Covid y los obligados cambios en la forma de impartir clase. «Al principio tenía pánico por la inseguridad de la enfermedad. Reconozco un poco de hipocondría a lo mejor. Y, además, muchísimo más trabajo de golpe. No estaba preparado para dar mi asignatura de manera telemática. No me había formado en nuevas tecnologías. Doy a todos los cursos y tenía que comunicarme con 300 alumnos y sus padres. Me superaba, pero, aunque apurado y con mucha entrega, conseguí salir del paso y acabar el curso».
Le declararon personal sensible al Covid por una enfermedad cardiaca. «Me agobiaba también tener que recibir a tantos alumnos de clases distintas porque pensé que los colegios serían un foco tremendo de contagios y parece que me he equivocado».
Al poco, se produjo el detonante. «En verano, cuando pensé que iba a respirar, varios acontecimientos me terminaron de hundir». Parte de su familia, en cuarentena; un cuñado, en la UCI; unos análisis le dieron un susto, y otros casos de enfermedad cercanos hicieron que el nerviosismo y el estrés acumulados explotaran. «Llega un momento en el que notas que no eres dueño de tu cabeza. Que algo va mal».
Tuvo «mareos, palpitaciones, insomnio, decaimiento y falta de concentración total». Javier acudió a un psiquiatra y sigue un tratamiento. «Al principio se pasa muy mal. Voy mejorando lentamente con el deseo de recuperar la vida que me ha quitado el coronavirus, la docencia y la música. Daba conciertos. Necesito sentirme músico y profesor. Es lo que soy. Me encanta dar clase».
Para evitar que rote por distintas aulas, por su condición de persona de riesgo, su centro escolar le designó tutor de sexto. Esta decisión le «alivia» por la salud física –«me da seguridad», apunta–, pero le inquieta por el trabajo. «Saberlo incrementó mi ansiedad. Me preocupa no estar a la altura, adaptarme. Siento como que me quedo atrás. Que los demás avanzan a un ritmo vertiginoso. Me asusta tener que reinventarme, aunque sé que mucha gente tiene que hacerlo por la pandemia, pero me crea una incertidumbre muy grande. Mi respeto por quienes están trabajando en esas circunstancias».
Javier desea, pero también teme, reincorporarse. «Mi objetivo es volver porque mi sitio es ese. Pero si no estoy medianamente bien, no podré enseñar a los niños. Para eso estoy en manos de un profesional, para que me ayude a recuperar confianza».
Tampoco se encuentra como le gustaría Dimitrana, empresaria hostelera de Burgos que, contagiada, cumplió en marzo 45 años ingresada en el hospital. Lo abandonó a los diez días y la alegría inicial «por poder contarlo» –«a veces temía dormirme por si no me despertaba», dice– cedió espacio a la presión en el pecho, la dificultad para respirar pausadamente y las ganas incontrolables de llorar.
Arrastra fragilidad, comenta que no tiene «fuerzas», está «siempre cansada» y le «cuesta todo». Suma la «inseguridad» de ser autónoma y tener el negocio cerrado por imposición. «Esta noche no he dormido. No sé que hacer si esto dura mucho. Hoy pagas las cuentas, pero ¿mañana qué pasa?».
A Dimitrana, que dejó su Bulgaria natal hace ya veinte años y se abrió camino, la inmoviliza la angustia. «No te deja ser feliz. ¡Después de tanto trabajar! He cuidado personas mayores, ovejas, he tenido tres bares… Nunca me imaginé en esta situación de incertidumbre. Jamás. ¿Qué será de mis hijos mañana?».
Ha engordado ocho kilos por comidas entre desvelos, pierde «a puñados» la mitad de su cabello y extraña «el ímpetu» de antes de la enfermedad. «No me acostumbro a vivir con ansiedad. Quiero que pasen los días y que todos estén bien, pero no vivo. No me reconozco».
La Federación de Salud Mental reclama que se integren los psicólogos en la Atención Primaria autonómica y aumenten los efectivos. «En la sanidad regional hay 3,8 psicólogos clínicos por cada 100.000 habitantes. En España son 6 y en Europa, 18», indica Ángel Lozano.
La demanda no es nueva, pero adquiere más relevancia por el horizonte que la federación augura a medio plazo. Lo narrado por María, Jorge, Javier y Dimitrana no sería más que un prólogo: «Los efectos de la pandemia en la salud mental están por venir».
Castilla y León
26 sanitarios reciben terapia confidencial en el Programa del Médico Enfermo
alicia-calvo