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ELA, un día de rabia

«Si antes no nos veían, con el coronavirus, menos» / Dos enfermos de ELA vuelven a dar su testimonio a este diario tres años después / Ahora solo pueden hacerlo a través de sus familias, que critican la «indiferencia» general / La Comunidad registra 204 afectados

El vallisoletano José Antonio Francos, de 51 años y enfermo de ELA, con el aparato que le permite expresarse. E. M.

Publicado por
Alicia Calvo
Valladolid

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El aparato a estrenar tiene aspecto de volante. Conduce a José Antonio hacia las palabras que no puede pronunciar desde hace dos años. Con los ojos escoge letra a letra. La remitente del mensaje es Flor, su mujer, y en la pantalla digital aparece ‘Te quiero’.

José Antonio Francos era una voz repleta de buen humor cuando en junio de 2017 se prestó a participar en un reportaje para este periódico junto a otro paciente, Juan José Fonseca, diagnosticado de la misma enfermedad neurodegenerativa que él: Esclerosis Lateral Amiotrófica, ELA.

«Daría todo por mantenerme como estoy» , aseguraba Francos entonces, cuando se ayudaba de unos bastones azules para desplazarse. Ahora él permanece inmóvil y responde al teléfono su esposa.

No es que Flor no supiera de los sentimientos de su marido, lee su mirada como nadie, pero ver esas ‘primeras’ palabras en el nuevo artilugio la conmovió. «Llevamos 20 años juntos y ya nos conocemos perfectamente. Desde el confinamiento, todavía más. Estoy en ERTE y pasamos las 24 horas al lado».

Pese a que ella cuenta que «poco queda» de aquel José Antonio recién diagnosticado, que se definía como «chistoso» y estaba convencido de «disfrutar de la vida», no hay jornada que termine sin que Flor consiga arrancarle una sonrisa. «Procuro hacer el payaso lo que puedo todos los días. Bailo y canto delante de él. Al final me sonríe y me sirve para seguir». Pero la rabia está por dentro.

«Pedí una prestación de ayuda a domicilio y no pasa de las dos horas al día y eso que ya no tiene movilidad. Porque tenemos familia que si no...». El padre de Flor le ayuda a atenderle, salvo durante el confinamiento, que «por precaución» cargó ella «con todo».

El coronavirus ha logrado lo que creían imposible. «Si antes no nos veían, ahora ya menos» , afirma sobre los pacientes con ELA: 204 en Castilla y León. Hoy es su día mundial.

«Me da muchísima rabia. Ves cómo se están volcando en dar una respuesta al Covid, que lo entiendo, pero nuestra enfermedad se conoce desde hace muchísimo y no se hace nada. Nadie. Al ser minoritaria pasa lo de siempre, que no interesa investigar. Y es terrible, mortal e incurable. Mueren tres personas al día en España. Salvo por las asociaciones, te sientes a la deriva», relata quien reprocha «a todas las administraciones la falta de ayuda», y recuerda que se trata de un pronóstico con una esperanza media de vida de dos a cinco años.

Esta sensación de incomprensión la comparten en otro hogar también vallisoletano. En el de Juan José Fonseca, que cuando se reunió con José Antonio Francos para dar su testimonio a este periódico aún podía mover las manos y señalaba el alfabeto plastificado que su hijo Álvaro le confeccionó. 

Lo cambiaron por otro método. «Si abre mucho los ojos, está diciendo que no. Si los cierra, asiente».

No es el único código familiar. Juan José, de 61 años, su mujer, Gloria, y Álvaro acordaron desde el principio que la enfermedad la afrontarían los tres juntos.

«Lo tenemos asumido. Sabíamos que cuanto más tiempo pasara peor iba a estar. Incapacita muy rápidamente». De hecho, pocos meses mediaron desde que Juan José notaba que no podía abrocharse la chaqueta hasta que dejó de hablar.

Pero cuando aún podía señalar, este sexagenario ya deletreaba la palabra ‘impotencia’. Su hijo la recoge para referirse al abandono de las instituciones. «Ya no es solo por las ayudas económicas, que además tardan en tramitarse demasiado. Desde que le evalúan hasta que recibe la pequeña prestación empeora muchísimo. Si no fuera por las asociaciones no tendríamos ni ayuda técnica, que es fundamental para la calidad de vida de mi padre». 

Le levantan de la cama y pasa al sillón con una grúa prestada por la Asociación Española de Esclerosis Lateral Amiotrófica (adEla). 

Permanecen a la espera de una evaluación de esta entidad para recibir un ‘volante’ similar al que desde hace una semana sirve a José Antonio Francos para mantener alguna conversación con su mujer. Las medidas sanitarias por el Covid-19 retrasaron este trámite.

El joven Álvaro protesta por el «insuficiente» interés de los laboratorios y se resigna al ver cómo la realidad sanitaria que marca el país les esconde un poco más. «Al final, el resto de enfermedades se quedan relegadas. Todo pasa a un segundo plano, sobre todo a nivel social, pero también de investigación. No tenemos nada de visibilidad porque es una enfermedad rara, pero aunque no afecte a muchas personas sobre las que lo hace tiene unas consecuencias extremas».  

Para empezar, desearía que Castilla y León «imitara a otras comunidades, como Madrid», y contara con una unidad especializada en ELA dentro del sistema sanitario autonómico. «¡Facilitaría tanto las cosas!».

Álvaro compagina sus estudios de Química con la atención que requiere su padre. Han sufrido el déficit generalizado de material de protección que ya usaban antes de la pandemia. «Nos daban suero, guantes y mascarillas en el centro de salud, pero no había».

Contaban con los servicios de una persona dos horas y media al día para el aseo y la movilización básica, pero desde el estado de alarma su madre y él se encargan de que Juan José se encuentre lo más confortable posible.  

Ese era su pacto. Los tres a una.

Así se reúnen en el salón, en el que Juan José pasa tiempo viendo la televisión, y esos ratos de unión  se muestra «más tranquilo». «Dentro de lo difícil que es todo, tenemos algunos momentos un poco más alegres», cuenta este joven y  reconoce que su padre «lo pasa mal porque se siente como una carga». «Le duele más eso que verse cómo está. Sobre todo en esta pandemia te ves más desprotegido. Al miedo de cualquiera se suma el de su situación».

En casa de Flor también el apoyo familiar surge para mantenerlo todo en marcha. 

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Sus padres y hermanos contribuyen a que se sienta «menos sola». Son su respaldo «emocional y físico» porque afirma que «la carga física es descomunal». 

También, la económica. «Es una enfermedad muy cara. Nos costeamos el fisioterapeuta y el logopeda. Se convierten en dependientes totales y las necesidades de atención son muy altas». Pero a veces hay compensaciones: «Si de algo me ha servido esto es para redescubrir a mis padres». confiesa Flor.