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Un amor en los tiempos del cólera

Después de toda una vida juntos, Paco y Pilar murieron con cuatro días de diferencia y sin saber ninguno de la situación crítica del otro / Mientras este nonagenario permanecía ingresado por coronavirus, ella, con principio de Alzheimer, falleció repentinamente en la residencia en la que ambos vivían

.- E. M.

Publicado por
Alicia Calvo
Valladolid

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Ni Pilar sabía que Paco iba a morir, ni él que ella se había muerto.

Desde el Shakespeare que hizo tomar el veneno a Romeo hasta el Sabina que promete ‘morir contigo si te matas’, el arte insiste en que ha de valer más el amor que la muerte para seguir adelante.

A Paco y Pilar tal vez les correspondiera mejor el cante de su querido Antonio Molina: ‘Seré siempre tuyo, sin principio ni fin’. Por mucho que a esta pareja de nonagenarios vallisoletanos les gustara bailar esa canción, todo tiene su principio: se casaron en 1948. Y su fin: murió primero ella y después él, el 3 y el 7 de abril de este año en Valladolid. Porque todo tiene su final. ¿O no?

Paco entró en el hospital el 30 de marzo con positivo en coronavirus. Su mujer, que dio negativo en el test y «se encontraba bien», le esperaba en la residencia en la que vivían desde hace un año. Pero cuatro días después, de manera repentina, ella amaneció con fatiga y unas décimas.

A las pocas horas, contactaron con la familia. «No pudieron hacer más. No le dio tiempo ni a llegar al hospital», explica Fernando, uno de sus muchos nietos. «Fue de un día para otro».

La llamada de ese viernes casi se solapa con la del médico para informar sobre el estado de Francisco. Permanecía ingresado y empeoraba.

Después, le vieron a través de una pequeña pantalla de móvil. Desmejorado. Aturdido. No le contaron que la mujer de su vida había partido y le intentaron animar. Sin embargo, le faltaba algo: «Estoy tan cansado... quiero que esto se acabe ya», decía, y a los cuatro días acabó. «Se iba apagando poco a poco».

Tanto, que apenas había pasado una semana desde su ingreso hospitalario –y 48 horas tras el deceso de su esposa– y ese domingo le sedaron.

«Falleció el martes. No le dijimos nada de mi abuela. No llegó a saberlo», recuerda Fernando, nieto de una pareja que como recompensa a la vida que desplegaron juntos deja once hijos, diecinueve nietos y once biznietos.

Todo un legado que se revela ante la tragedia de esa España que queda huérfana de tantos de sus mayores. «Tuvieron una muerte injusta, como tantos otros», lamentan.

Lo que les sucedió, el que les pasara a los dos a la vez, resultó inesperado para todos, pero no tanto para ellos. Habían vivido mucho. Con 96 años, él, y 93, ella, algo se temían en cuanto esta especie de cólera del siglo XXI irrumpió.

Pilar padecía la enfermedad de Alzheimer en sus primeros estadíos, pero al instinto de la madre de once hijos (llegó a parir a uno de ellos en el portal de su casa) el Alzheimer no le pudo engañar del todo.

Cuando trascendieron los primeros casos del virus «ella parecía despreocupada». Sin embargo, en los momentos en los que las conversaciones recobraban la lucidez de las de antaño, en las que presumía ante su numerosa prole de sus manjares culinarios, mostraba cómo se preocupa por los suyos.

- ¿Para qué venís?
- ¡Cómo no vamos a venir a veros!
- Anda, anda, que al final os vais a coger algo aquí. [Les espetó durante la última visita antes de que se decretara el estado de alarma y se cerraran las puertas de su último hogar].

«¡Qué cosas! Probablemente, quienes metimos el virus allí fuimos nosotros, alguien de fuera,  personal o visitas», apunta Fernando con la voz tomada.

En Paco la inquietud resultaba evidente: «Se le notaba muy preocupado últimamente. Era de toda la vida muy aprensivo con las enfermedades y se sentía como parte vulnerable. Consciente de que por su edad se habían convertido en un blanco fácil». 

Leía cada mañana el periódico. Lo llevaba colgado del andador que le aliviaba de su desgastada cadera. Las noticias le ayudaban a permanecer conectado con lo que sucedía tras las paredes de su residencia en la capital vallisoletana, aunque también le generaban cierto desasosiego. «Estaba puesto al día de todo».

A la semana del inicio del confinamiento llegó el momento temido. Su compañero de habitación enfermó y se quedó solo. 

Pilar estaba alojada en otra planta porque necesitaba más cuidados. Pero hasta el estado de alarma «pasaban todas las tardes juntos, tomando un café, recorriendo la ribera del Pisuerga o conversando» con alguna de sus frecuentes visitas. Una evocación de aquellos años de paseos por el Esgueva cuando vivían al lado del Canal de Castilla; de paradas a por pasteles en el barrio de Pajarillos o de reuniones familiares en su Peñaflor de Hornija natal, en los Montes Torozos.

Paco, que había anhelado durante seis meses reunirse con su mujer hasta que hubo plaza para él en la residencia, ya tenía fama de «espabilado» desde su juventud. Su nieto explica que «hubiera querido seguir su vocación, dominar un instrumento y ser músico», pero en la España rural de la postguerra no pudo cursar estudios.

A esa afición le sacó partido de niño. «Tocaba el tambor acompañando en los entierros al féretro para sacarse unas perras», rememora Fernando como una de las muchas historias que oía en su casa sobre quien tuvo una laboriosa vida. «Mi abuelo afanó mucho para sacar a la familia adelante. Vendió ajos con el burro, trabajó en el campo de temporero de la remolacha y cuando ya se dedicó a su principal oficio, la albañilería, iba en bicicleta desde Peñaflor hasta Valladolid».

Fernando abre el cajón de los recuerdos como «pequeño homenaje» y a la vez desahogo ya que, por las medidas de seguridad establecidas debido a la pandemia, la familia todavía no ha podido decir adiós como quisiera.

Los seis meses en los que los abuelos Rodríguez Hernández tuvieron que separarse porque solo había una plaza disponible en la residencia y ella la necesitaba más no fueron los únicos en los que vivieron distanciados.

Durante un tiempo mantuvieron su relación «con cartas y retratos dedicados» que salvaban la distancia que mediaba entre Peñaflor y San Sebastián, ciudad que ella adoraba, en la que trabajaba sirviendo y a la que renunció por el muchacho que conoció en el baile. «El mozo Francisco, Paco el Corujo para los del pueblo». De rostro decidido y ojos alerta, que se fijaron en la mirada de Pilar.

Desde entonces, «siempre juntos». Juntos para tirar con todo. «Francisco trabajaba incluso en domingo ganándose en alguna ocasión la regañina del cura por no ir a misa». Él no se callaba y su respuesta es leyenda en la familia: «¡Menuda misa tengo en casa para dar de comer a todos los chiquillos!».

Juntos para esos momentos que acuñan con tanto orgullo sus hijos Pilar, Angelita, Goyo, María del Carmen, Ana, Francisco, Jesús, Miguel, Javier, José y Alberto.

Ahí está Pilar, la mayor de los once y madre de Fernando, que recuerda cómo a la vuelta de tomar un chato en el bar con los amigos era costumbre que les dejara «debajo de la almohada un puñado de cacahuetes» para que se sorprendieran por las mañanas o cómo volvieron «encantados de sus primeras vacaciones en Benidorm», que no disfrutaron hasta 1977.

Juntos salvo cuando la pandemia los mantuvo alejados. «En nuestra situación, por desgracia, hay mucha gente. Y todos se merecen un homenaje. Lo más terrible es no poder estar en esos últimos momentos. La falta del calor cercano, del cariño. Los abrazos. Dar consuelo», confiesa Fernando.

Sus abuelos tuvieron una larga vida, pero sufrieron una de las tragedias de este siglo y una de sus muchas crueldades: que las cenizas no pueden esparcirse sino que los esparcidos son los vivos, los que les lloran.

«Eso es lo peor. Solo pudo estar uno de sus once hijos en la ceremonia en la que metieron las cenizas en el columbario del cementerio», relata Fernando.

Este podría parecer el final de su historia, pero para Pilar y Paco no ha llegado todavía. Su extensa familia planea reunirse para abrazarse, «hacer un funeral y despedirles como merecen».

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Tal vez, suene el tambor del chiquillo de Peñaflor por todos los que se han ido.