DESDE MI VENTANA
"¡Que tengáis buen fin de semana!"
Desde mi ventana se escucha cada tarde a las ocho en punto el Himno a Burgos y la gente sale a romperse las manos aplaudiendo en homenaje a los sanitarios que combaten la epidemia mientras todos miramos la enorme pancarta que colgó un vecino en el balcón de su chalet el primer día de cuarentena, antes incluso del que se declarase el estado de alarma, en la que se lee ¡Ánimo, tenemos a los mejores profesionales sanitarios! ¡Hazles caso! Me maravilla cómo harían para preparar tan rápido una pancarta tan grande y bien hecha.
Los aplausos intensos van perdiendo brío a medida que avanza el Himno, oro puro para el corazón burgalés llega el momento del pinchadiscos, al que le tapa la esquina y no vemos, para que ataque con el ‘Resistiré’ del Dúo Dinámico. Cuántas veces han escuchado o cantado esa canción los vecinos que sabemos trabajan en la Sanidad en estos días tan complicados. Gente en residencias de ancianos, marido y mujer, en primera línea del adiós a nuestros mayores. Maridos que esperan a su mujer, enfermera en el hospital. Hijas con madres mayores, muy mayores, que temen llevar el virus a casa. Hay vecinos que hace dos semanas que no les vemos el pelo. Bien por ellos.
Desde mi ventana se ve a poco movimiento. Antes pasaban oleadas de jubilados caminando hacia Fuentes Blancas para cumplir con el mandato del médico. Las conversaciones de ellas, eran mayoritariamente mujeres, ahora son silencios absolutos. Incluso en las colas. Porque desde mi ventana he comprobado que mis vecinos son muy disciplinados y da gusto verlos en una larga fila, separados por más de dos metros, esperando a comprar el pan. Uno cada vez. Igual que en la farmacia, en fila india, a veces bajo la lluvia, siendo atendidos por el ventanuco por las farmacéuticas que venden más consejos que medicamentos. Ellas son las que te aconsejan cuando no encuentras en ningún sitio guantes, mascarillas, alcohol o un termómetro. «Puedes usar los guantes de fregar para salir», recomienda Mamen, o hacer una mascarilla «en casa». «Del alcohol no te preocupes, la lejía disuelta en agua vale igual». Y para medir la temperatura, tocar la frente de otra persona, para comprobar si tiene tu misma temperatura. Son consejos dados con todo el cariño.
Veo a un hombre mayor que pide por el ventanuco de la farmacia una crema. «Me lavo tanto las manos que se me quedan fatal», explica. «Dame una que tu veas que es buena». No para de llegar gente. Un cuentagotas interminable.
La farmacia ha puesto un cartel en el que avisa que no tiene ni guantes ni mascarillas ni alcohol y que se le han acabado los termómetros. Las farmacéuticas despachan por un ventanuco y te hacen pagar con tarjeta. No quieren tocar el dinero porque saben que no es seguro. A las panaderías no les queda otra. Y tampoco al estanco, que sigue teniendo bastante público.
Lo mismo en el supermercado, todo el día liados en reponer y en preparar la compra on line. Ayer nos volvieron a decir que no tienen lejía ni alcohol «de momento». También hay poco pescado y carne.
«Lleva media hora tomando el sol sentadito en el banco con su perro suelto y nosotros cerrados en casa con nuestros hijos»
Si estiro el cuello por la ventana veo un poco la iglesia, cerrada a cal y canto. Tan cerrada que se ha suspendido la Adoración Perpetua y se ha guardado el Santísimo. Era la única en Burgos y de las pocas en Castilla y León. Sandra cuenta que «ahora toca rezar en casa» y que se han «organizado bien» con un «grupo de oración a través del whatsapp». «Siempre he tenido fe, pero estos días, al ver la muerte tan de cerca a tantas personas, a uno se le encoge el corazón. Pensar que las personas están muriendo solas, sin el consuelo de nadie a su alrededor, ahogándose porque el aire no les entra en los pulmones, con el miedo de no salir de esta enfermedad… todo nos lleva a recurrir a Dios». Carlos, el párroco graba cada día una reflexión de cinco minutos y se ha organizado también un grupo de oración para pedir por los enfermos y fallecidos. «Seguimos al Papa Francisco, rezamos el rosario y pedimos por todos los que trabajan por nosotros y los que se están marchando». Tampoco se reúnen los cristianos de las dos o tres iglesias evangélicas que dan el culto en mi calle y ya no se arregla la gente el sábado o el domingo. No hay padres dejando a sus hijos de la escuela infantil ni coches en doble fila para recoger a los chavales de la escuela de inglés debajo de mi casa.
Ahora lo que oímos no son cánticos sino silencio. Los pasos de gentes silenciosas, con mascarilla y prisas para ir y volver de los supermercados cuanto antes.
Hay excepciones. Gente con mucho rostro que se pasan la mañana en «el vergel de los perros», como ha bautizado Pablo un amigo que vive al lado de la iglesia al jardín que ve por su ventana al que acuden algunos aprovechados que se escapan a la cuarentena gracias al perro. «Lleva media hora tomando el sol, sentadito en el banco con su perro suelto», nos cuenta, «mientras los demás estamos con nuestros hijos en casa sin poder salir ni siquiera 5 minutos a que les dé el sol o el aire». «Me parece del todo indignante», se enoja.
Hay quien se expone para echar una mano a la familia, a los mayores. Llega una mujer, aparca en la parada del bus y llama al portero automático de un portal al lado del mío con una bolsa de plástico en la mano. «Abre mamá». Dos minutos después baja son las bolsa y se despide con la mano de su madre, que le dice adiós desde el balcón. Así sucede a menudo en este barrio con tanta gente jubilada.
Ya no conoces a nadie, todos bien tapados ni se ve a los parroquianos de los cuatro o cinco bares que antes recorrían las cuadrillas de mañana y de tarde. Ni el bar de los partidos deportivos es ya el epicentro de la vida social y del vermut. Ya nadie hace pronósticos en la porra, la más grande que yo he visto nunca, porque no podemos tomarnos un café.
«BUEN FIN DE SEMANA»
Todo cambia cuando, desde la seguridad de nuestras casas, salimos cada tarde al balcón para aplaudir y cantar. Es más, es cuando algunos nos preguntamos a los otros, cómo lo llevamos, después de cantar el «Hola don Pepito, y Hola don José» de los payasos de la tele. En ese momento «es cuando volvemos a nuestro corazón de niños», dice María por mensaje, y «compartimos unos segundos de comunidad» que, en función de los días, el humor o el clima dura más o menos.
Así, vemos pasar a Pablo, un policía nacional al que saludamos desde la ventana. «Ánimo», nos dice. «Ánimo», repite a los del balcón de la pancarta. «Hasta mañana», se despiden los de la casita de al lado y escucho un «hala, adiós» a lo lejos. «Que paséis buen fin de semana», se despiden entre risas. Y todos para adentro.
Aún, antes de cerrar, saludo desde la ventana a Carlos un vecino que baja la basura. «De quien me voy a contagiar si no hay nadie en la calle», lamenta.
Si supiera el susto el que nos dimos al encontrarnos en nuestra escalera con una mujer, vestida con bata blanca, gorro, guantes y mascarilla. Con todo el material de protección. Estaba guardado en bolsas especiales algún tipo de residuos. Sólo confirmó que era personal sanitario y se negó a dar más información, alegando que no podía dar detalles. Inmediatamente supimos que alguien estaba en cuarentena en nuestro bloque y la preocupación cundió en casa porque tenemos una persona de un colectivo de riesgo. Otros vecinos también cogieron miedo. A partir del día siguiente se tomaron medidas en el edificio de higiene y seguridad.
El ascensor no se escucha. A ninguna hora del día. Sólo se oye a los más cercanos. Hay también poca vida en la calle que hasta la primavera llega tarde y los tres árboles del barrio siguen sin hojas.
El hombre mayor que cada día cogía el autobús un poco antes de las cinco ya no espera sentado en el banco. Siempre sólo, siempre con pinta de bastarse por si mismo, aunque pobre. Espero que esté bien.